Decimoquinto día de brumario, año II. Saint-Just: La confianza no tiene valor cuando se comparte con hombres corrompidos.   Las instituciones políticas siempre han formalizado la desconfianza en aquellos que son depositarios del poder del Estado. De lo contrario no serían necesarias sino instituciones administrativas para ordenar las sociedades sometidas al imperio de la ley en la Monarquía, o al de la lealtad en la República. Podría aceptarse que esa desconfianza no está específicamente dirigida contra quienes gobiernan sino que surge espontáneamente de la inseguridad que genera la vida social, pero el razonamiento inicial sigue siendo válido pues la institucionalización denotaría entonces que el poder, al menos para los allegados a él, es humano, demasiado humano, y que el peligro proviene principalmente de su potencia de acción una vez “pacificada” la sociedad.   Conociendo esto, ¿por qué el rodillo electoral continúa pidiendo la confianza de los electores? En un contexto en el que los diputados fueran verdaderamente responsables ante los ciudadanos, el “confíe en mí” podría a duras penas comprenderse como elipsis del “confíe en que cumpliré lo que prometo o proclamo, por la cuenta que me trae”, pero, ¿qué responsabilidad tienen ante el ciudadano los cripto-candidatos elegidos por los jefes de sus partidos, y representados por estos mismos caudillos en las campañas? ¿En qué o en quiénes debe confiar quien vota? ¿Qué falta le hace la confianza a aquél que es irresponsable de sus actos ante la sociedad civil? En un régimen que se ha dado a sí mismo instituciones de impunidad política, reglas de juego que rompen la natural ligadura ascendente (responsabilidad) entre gobernantes y gobernados, para mantener sólo la descendente (identificación, orden y propaganda), la llamada a la confianza es una burla grotesca. Y quien se siente llamado, un esclavo vocacional. Pedir la confianza del anónimo e impotente elector, quien en virtud de un sentimiento espontáneo sólo puede entregarla involuntariamente, es declarar la necesidad de identificación irracional del súbdito con el gobernante, y la imposibilidad de representación. Es muy posible que en el ámbito de la psicología de las masas esta penosa constatación sea la pura realidad, pues incluso las democracias caen en ese rito circense y nauseabundo. Pero el hecho de que quienes no son capaces de juzgar por sí mismos los acontecimientos, quienes se encuentran a merced de la marea mediática y aplauden con igual brío el aire fresco de la libertad y el hierro del tirano, necesiten de una imagen pseudorreligiosa para integrarse en la vida política, no significa que todos tengamos que hacerlo. Si la representación genuina impide el sometimiento mistificado ante el poder, ningún ser humano que ame la libertad puede renunciar a ella.   El honrado terrorista Saint-Just ya no puede enfadarse si manoseamos su máxima para clamar: ¿Qué valor tiene la confianza cuando la piden los corruptos?

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