El análisis de lo que está aconteciendo en Túnez, Egipto y otros países árabes requiere un denuedo intelectual mucho mayor que el mostrado por los obsesos del terror islámico y los realistas de cortos alcances, y en general, por ese pensamiento castrado que se arrima a los pesebres mediáticos de la partidocracia. Los maquiavélicos a la violeta que enarbolan la superioridad de las razones de Estado frente a las sinrazones teocráticas en las que estarían inmersos, ad eternum, los musulmanes, tendrían que repasar o simplemente leer con atención los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, para comprobar que la religión puede producir un buen orden y llegar a ser la fuente principal de la grandeza del estado y no una fuente de debilidad. Los romanos aprovecharon la energía religiosa para reformar las instituciones, promover guerras y apaciguar los tumultos, divinizando a los hombres que habían conquistado la gloria terrenal: comandantes e ilustres jefes de comunidades. Nuestra religión, sin embargo, dice Maquiavelo, “en vez de héroes canoniza solamente a los mansos y los humildes”.   Una religión meramente pasiva, que enaltece la huida del mundo en lugar de contribuir a organizarlo, ha demostrado ser infaliblemente ruinosa. Pero en el fondo de todo fanatismo, como en el de cualquier sectarismo, late un sospechoso afán de dominio. Se incita a la violencia colectiva contra los abusos externos cuando, en trance de ser eliminados, prosperan los intereses individuales de dominación interna. El rigor prerracional de “los intereses y la causa de Alá”, que ha ocasionado el estancamiento de la cultura islámica y la ciega obediencia que caracteriza al espíritu de sacrificio, está cediendo el paso social a la comprensión de las condiciones mundanas del bienestar y al rechazo del poder carismático de los jefes patriarcales que se enriquecen con el beneplácito de los oligarcas occidentales. Los tunecinos, los egipcios y los que vendrán, se disponen a derribar las estatuas de sal del poder despótico para esculpir sus propias estatuas de dignidad y libertad.   Si las masas fuesen tan previsibles y transparentes como aseveran los prejuicios de la autoridad y confirman las mañas de la propaganda, no se precisaría una cantidad tan grande de policía. Y es que en el seno del gris rebaño se esconden personas que siguen sabiendo lo que es la libertad, y cuya fuerza puede resultar contagiosa. Por eso, incluso los tiranos que se ufanan de poseer todos los medios de represión y persuasión estatales, no pueden dormir tranquilos.

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