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domingo 21 diciembre 2025
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CITRAIZQUIERDA ESPAÑOLA

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Salvo la palabra “guerrilla” y el apelativo “liberales”, España ha sido incapaz de crear, en dos siglos, una sola idea original sobre Estado, sociedad, libertad, igualdad, democracia, Constitución, liberalismo, anarquismo, socialismo, comunismo, partidos, sindicatos, sistema electoral, o cualquier otra materia política, como la base filosófica de la oposición derecha-izquierda. Todo lo malaprendió la izquierda española, de agitadores europeos que venían aquí como apóstoles de las buenas nuevas.

Pero las ideas extranjeras, que no son consumibles directamente como la Coca-Cola, ni aplicables con un manual de instrucciones como las invenciones tecnológicas, necesitan ser asimiladas mediante un proceso cultural de adaptación a la circunstancia nacional. Solo el anarquismo español realizó ese proceso. Por eso fue la mayor fuerza política en la II República. Ni siquiera la doctrina derechista de mayor solvencia puede ser comparada, en la figuras de Balmes y Donoso Cortés, con los creadores del reaccionarismo intelectual francés, De Maistre y Bonald.

Asentada en los bancos de la Iglesia y en las salas de banderas del Ejército, la derecha despreció la necesidad de inteligencia y cultura para mantenerse en el poder. Se puede comprender. Lo incomprensible fue que la izquierda, imitándola, creyera que le bastaba sustituir a la Iglesia por un ateismo de tipógrafo, y al Ejército por una masa de campesinos y obreros sin cultura común, para instalarse en el Estado. ¡ Al fin, lo logró por otros medios, ilícitos!

Sin teoría política propia, la historia de las izquierdas españolas ha sido tan oportunista como trágica. Desde el colaboracionismo con la dictadura de Primo, hasta su autoliquidación en la guerra civil; desde el aventurerismo armado de Asturias, hasta la adjuración del marxismo y repudio de la República, en aras de su estatalización con la Monarquía de Franco. Aunque esto se sabe, pocos conocen la causa de que la izquierda española no haya tenido dirigentes de la talla intelectual y la preparación cultural que tuvieron los fundadores de las izquierdas europeas.

La desgracia cultural de la izquierda española estuvo causada por la influencia de un filósofo de segunda fila, Krauss, cuyo pensamiento metafísico fue difundido por Sanz del Río. El triunfo del krausismo, una izquierda ética y humanista en la que participaron los hombres de la I República, motivó el movimiento de los neocatólicos y la oposición de Menéndez Pelayo. La falta de contenido práctico del krausismo hizo que la segunda generación cultural de krausistas lo transformara en un ambicioso plan educativo, del que nació el Instituto Libre de Enseñanza, donde se formaron los hombres de la II República.

La explicación de que circunstancias menores pudieran causar la desgracia de la izquierda es muy simple. Ellas impidieron que llegara a España el eco cultural y político de la izquierda hegeliana, donde estaban los hombres que fundaron el socialismo. La influencia mundial de Hegel no se dejó sentir en España. Y Ortega, que pudo hacer lo que no hizo Sanz del Río, ignoró la dialéctica derecha-izquierda, no quiso ser maestro de republicanos y dejó huérfanas de ideas-fuerza a la derecha liberal y a la izquierda socialista. Pudo ser el Croce español. Pero su enfermiza vanidad y su pobre vocación por la verdad, en historia de la Revolución francesa y en filosofía política, lo anularon.

La izquierda española no ha visto, sentido, ni pensado, los fundamentos de su necesidad histórica. No ha conocido la dialéctica de la razón ni la de la materia. Oyó campanas lejanas y confundió sus sonidos con los de toque a rebato para aventuras revolucionarias o repartos de botín del Estado. El PSOE pudo renunciar impunemente a Marx porque, para su modernismo estatal, solo era un nombre anticuado. Y el PC, su apéndice del cinco por ciento en el Estado, ni osa llamarse por su nombre.

Por eso, llamo “citraizquierda” a la que está más acá de los Pirineos; más acá de cualquier justificación en la razón histórica; más acá de la frontera donde comienza el reinado de la ética, la dignidad y la inteligencia; más acá de todo ideal de justicia; más acá de patria y libertad; pero más allá del bien y del mal en sentido moral, o sea, allí donde el poder solo cuenta con el poder.

DERECHA-IZQUIERDA

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Apenas se puede leer algo de interés sobre esta vieja dicotomía ideológica, que tiene enajenada la conciencia de millones de europeos, la mentalidad de todos los medios de comunicación y la inteligencia de los partidos políticos que se creen, y dicen ser, de izquierdas. Los de derechas son aun más originales. Negando su identidad, proclaman que son equidistantes, centro, entre una ultraderecha imaginaria y una citraizquierda oportunista.

Ningún psicólogo cometería la extravagancia de aceptar, como si fuera el modo científico de investigar la personalidad, el método de preguntar al sujeto investigado lo que piensa de sí mismo, y aceptar su respuesta como algo incontestablemente cierto. Y, sin embargo, ese es el criterio europeo para distinguir la derecha de la izquierda, cuando no hay un partido que quiera la socialización o estatalización de los medios de producción.

Antes de que la Asamblea francesa, reunida por primera vez en sala horizontal, creara la distinción entre derecha e izquierda, según el lugar de asiento a esos lados de la mesa presidencial, el hemiciclo vertical de la Revolución llamó montañeses, “valleses” y empantanados (montagne, vallée, marais) a los que, por afinidad en el grado de intensidad de sus sentimientos revolucionarios, se sentaban arriba, abajo o en medio de las gradas. Dada la natural tendencia al oportunismo, se explica que esos pertinentes apelativos sucumbieran ante la elástica indeterminación de las adjetivaciones derechistas o izquierdistas.

Salvo en los liberales de convicción, la revolución bolchevique y la marcha sobre Roma decantaron las posiciones de la izquierda hacia los partidarios de Moscú, y las de la derecha hacia el fascismo. El partido comunista de Thorez, el más importante de Europa, lo ejemplifica. Denunció a De Gaulle como agente del imperialismo británico y ayudó a los nazis contra la resistencia francesa al Régimen pro-alemán de Vichy, hasta recibir la orden contraria de Stalin, tras su pacto con Hitler. Entonces, y solo entonces, los comunistas entraron en la resistencia. El filosofo Alain, en los años treinta, fue el primero en salir al paso de la pretensión derechista de considerar obsoleta la oposición derecha-izquierda. Quien defendiera esta tesis, dijo el filósofo del radicalismo francés, confesaba que era de derechas.

La creación del Estado de Partidos, en los pueblos vencidos por el ejército de EEUU (no en el francés gracias a De Gaulle), fue obra política de la derecha residual, especialmente de la democristiana y la socialdemócrata. Justamente las que, desde Weimar, habían creado las instituciones que favorecieron el triunfo electoral de Hitler, y se integraron de hecho, salvo muy pocas excepciones, en el Estado Total de Mussolini.

Prohibidos los partidos comunista y fascista (Alemania), y en ascensión el eurocomunismo (Italia), los intelectuales crearon la ideología del crepúsculo o fin de las ideologías, basándose en el hecho de que la política estaba dirigida, a uno y otro la del telón de acero, por unos mismos criterios objetivos, de carácter técnico y burocrático, para un desarrollo económico permanente de la producción y el consumo. Uno de los más lucidos intelectuales de EEUU, Galbraith, con quien tuve la suerte de mantener un diálogo sobre el tema, acuñó el término “tecnoburocracia”.

Las rebeliones juveniles del 68, cuando ya era patente que en toda Europa no había un solo partido parlamentario de izquierdas, hicieron saltar por los aires la credibilidad de la partitocracia, poniendo al descubierto que la clase política era de la misma naturaleza en la derecha y la izquierda, esto es, más solidaria entre sí, que los dirigentes de los partidos socialista y comunista con las clases deprimidas que los sostienen.

La Transición reveló lo mismo que mayo del 68. Ningún partido era de izquierdas. Engañaron a los españoles, asustándolos con peligros imaginarios de guerra civil, para poder pactar con los hombres de la dictadura la continuación de éstos en el Gobierno, sin revisión del pasado, a cambio de hacer estatales, con cuotas de poder y subvenciones de fábula, al PSOE y al PC. Es evidente que este examen de la derecha-izquierda ha de ser actualizado.

REPUBLICANIZAR ESPAÑA

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España es una entidad geográfica, histórica y política, reconocida como Nación por todos los Estados del mundo, desde hace cinco siglos; dotada de idioma propio, segundo de la civilización occidental; respetada por las naciones vecinas; habitada por más de 45 millones de personas: integrada en la Unión Europea; enriquecida con un patrimonio cultural y artístico de envergadura mundial; instalada desde hace décadas en un nivel de vida decoroso y caracterizada, negativamente, por su incapacidad para la investigación científica, la creación de ideas y el amor a la libertad.

Desde la Revolución Francesa, España no ha tenido sabios, pensadores ni estadistas. Las ideas dominantes en la opinión pública, salvo la riqueza de pretextos del miedo al cambio, no son de origen español. Y la tradición autoritaria del Estado ha impedido el nacimiento de un espíritu crítico en la sociedad. Ni siquiera durante los breves periodos republicanos.

Las rebeliones contra la última República no se fundaron en la libertad de la sociedad civil, ni en la individual, sino en la autoridad de las organizaciones institucionales. La militar y eclesiástica, en la derecha. Las de partidos y sindicatos, en la izquierda. La II República fue concebida por unas y por otras como Re-Total, según la expresión acuñada por Sieyès en su discurso (20 de julio de 1795) a la Asamblea constituyente del Directorio, que Mussolini realizó con el fascista Estado total.

La Monarquía propaga que sus instituciones son republicanas. Pero la diferencia entre las vestiduras monárquicas y el cuerpo estatal que revisten, aleja de la Re-pública a la Monarquía y la acerca a la Re-total. Con la variante, frente a la re-totalidad de la dictadura, de que la res pública monárquica está repartida entre Autonomías, partidos, sindicatos, medios de comunicación y financieros que viven al calor de lo público y lo estatal.

El miedo al cambio regaló la Re-publica a la Monarquía de Franco. Y los partidos estatales la convirtieron en Re-Privada, desnacionalizando al Estado para repartirlo en Autonomías Re-privadas, y re-privatizando las empresas públicas y los servicios estatales más rentables. El sentido histórico de la Transición no está tanto en la constitución del poder oligárquico que sustituyó fácilmente a la dictadura, dada la cultura autoritaria de los gobernados, como en el enriquecimiento de los medios informativos que hoy la celebran, en la distribución de riqueza entre partidarios del poder, en la formidable acumulación de capital financiero y en el analfabetismo acrítico de las nuevas generaciones.

La función histórica de la República Constitucional viene dictada por la necesidad de dar a la sociedad civil el protagonismo de las libertades públicas y, especialmente, el de la libertad política, para que la res pública sea el asunto común de los ciudadanos. Del mismo modo que, en épocas ideológicas, la izquierda pedía la nacionalización de las empresas de servicios públicos, la era de la verdad, sin ideología, exige la republicación del secretismo de Estado y la republicanización de la vida política, hoy privativa de los partidos estatales, para extenderla a toda la ciudadanía.

Preguntar a los repúblicos sin son de derechas o de izquierdas supone un profundo desconocimiento de lo que es la revolución de la libertad y de la verdad. Pues equivale a cuestionar la universalidad española de la República Constitucional. Los futuros gobiernos republicanos serán de derechas o de izquierdas, según sea la naturaleza ideológica de las mayorías absolutas que determinen la elección del poder ejecutivo y la composición del legislativo. Y para ese momento el MCRC se habrá disuelto, devolviendo a sus miembros la libertad de acción ideológica y de opción electoral.

Pero la acción de republicar y de republicanizar no consiste en un acto que el Estado pueda decretar en virtud de su autoridad, sino en un proceso continuado de humanización, unificación y nacionalización de lo público, que solamente la acción societaria puede emprender, con iniciativas libres y horizontalmente convergentes, para que emerja de su seno una sociedad política intermedia, que interprete las necesidades y represente los intereses de la sociedad civil ante el Estado.

Dada la naturaleza estatal de los partidos, en la Monarquía de Juan Carlos no existe sociedad política alguna. Solo sociedad estatal y sociedad civil. Aquélla es una sinarquía o sindicato de poder sin control. Ésta, un conglomerado informe de millones de individuos sin poder, que vacan a sus ocupaciones, sin preocuparse no ya de la República que les conviene, sino hasta de la res publica que en todo caso les concierne.

Sólo un potente movimiento de ciudadanos, intolerante de la disolución monárquica de la conciencia nacional, de la inmoralidad pública y de la negación de la libertad política a los españoles, puede llevar a buen fin el proceso de republicación y republicanización de la sociedad. Y a ese fin, la teoría pura de la República Constitucional necesita ser completada con un praxeología del proceso republicano, que pueda orientar las acciones por el camino, el ritmo y intensidad que la situación y el momento determinen, sin hacerlo depender de la inteligencia y la voluntad de una sola persona.

MAYORÍAS EN NAVARRA

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La mala fe de la clase gobernante y los medios de comunicación, en sus opiniones sobre la Santa Transición y los acontecimientos diarios que traen causa de ella, solo está superada por la absoluta ignorancia de lo que es libertad política y democracia formal. Ni siquiera saben cuales son las reglas de la democracia electoral. Cuando aciertan en sus criterios, sobre algún caso particular, no es por razón de verdad o de justicia, sino por interés de partido.

Los resultados de las elecciones navarras ilustran el desconcierto que se apodera de las opiniones cuando, al no alcanzar la mayoría absoluta algún partido, se hace necesario componer un gobierno de coalición. Nadie analiza la situación desde el punto de vista de las exigencias de la democracia electoral. Todos sucumben ante la perspectiva de la coalición de sus preferencias, pretendiendo el absurdo de atribuir su arbitrario criterio a la voluntad general de unos votantes que, sin poder elegirlo, decidieron no obstante cual debería ser el gobierno legítimo de la Autonomía de Navarra.

Unos votantes tan sapientes de ciencia infusa que, sin necesidad de ponerse previamente de acuerdo, han manifestado su voluntad común de que no haya mayoría absoluta y de que, por lo tanto, el partido gubernamental UPN abandone el poder, o se alíe con otro partido para formar un nuevo gobierno. Ni siquiera Rousseau se atrevió a deducir la voluntad general a partir de una votación que no estuviera precedida de una deliberación asamblearia. Al parecer las urnas españolas convierten el acto individual de votar, no en una simple suma de votos a cada partido, sino en un acto colectivo de decisión política. Mezcla de magia y superstición.

El origen del desconcierto actual proviene de la creencia, fortalecida con los corruptos o despóticos gobiernos de mayoría absoluta de Gonzáles y Aznar, de que las mayorías absolutas son malas para la democracia, cuando son su condición sine qua non. Desde luego, son malísimas en las partitocracias, pues rompen el consenso que las sostiene. Pero indispensables en la democracia gubernamental y en la electoral. Aunque no siempre coincidan, como sucede en Francia, donde existe la segunda y no la primera.

Las urnas de Navarra han producido una mayoría simple, que no puede gobernar, y tres mayorías absolutas de potencial Gobierno. Y la opinión carece de criterios objetivos para saber cual de las tres coaliciones posibles de gobierno, es la más conveniente para la Autonomía de Navarra. Pues aunque no exista democracia en España, eso no quiere decir que los partidos sean libres de pactar a su antojo los gobiernos de coalición.

Aun sin democracia, rige el principio de lealtad a los votantes. Que se traduce en la obligación ética y política de gobernar con la coalición que menor decepción cause al mayor número de votantes y a los intereses objetivos de Navarra, puesto que todos los partidos dicen que defienden su autonomía.

La menor decepción sería un gobierno de coalición UPN-Nafarroa-Bai, puesto que son los dos partidos más votados. Si el programa gubernamental de UPN no es aceptado por el nacionalismo vasco-navarro del segundo partido en votos, entonces, y solo entonces, estaría justificada la formación de una coalición gubernamental con el PSN-PSOE.

Y si este partido tampoco acepta la alianza gubernamental con la UPN, prefiriendo, como parece lo más probable, una coalición de gobierno con Nafarroa Bai, entonces, y solo entonces, el partido más votado debe aceptar su derrota por los intereses de partido, y denunciar ante la opinión pública que la coalición del nacionalismo vasco-navarro con el PSN-PSOE es la peor de las combinaciones de Gobierno para Navarra, por razones evidentes.

En primer lugar, esa coalición subordina los intereses de Navarra a las respectivas ambiciones del PNV, en el País Vasco, y del PSOE, en el resto de España, para que éste a cambio de seguir gobernando con el apoyo de los nacionalismos periféricos, ponga alas a la expansión del idealismo anti-español. En segundo lugar, esta coalición no pondría nada en común de tipo programático, pues lo único que la consolidaría es la mutua ambición de ocupar y repartirse los cargos estatales para explotar el botín autonómico.

NAVARRA Y ARROW

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Cada vez que se celebran elecciones en esta Monarquía de los Partidos, si ninguno de ellos obtiene mayoría absoluta, estamos condenados a padecer la misma cantinela de la ignorancia. El partido mas votado en Navarra, por ejemplo, la Unión del Pueblo Navarro, cree que solo él está legitimado para gobernar. Pero al no estar amparado por la mayoría absoluta de los votantes navarros su gobierno no sería democrático.

El segundo y el tercer partido mas votados, Nafarroa Bai y PSOE-PSN, al reunir entre los dos la mayoría absoluta de los votos emitidos, sostienen que la única posibilidad de gobierno democrático es la coalición de ambos, porque la sociedad navarra ha querido distribuir los votos de tal manera que solo pueda gobernar esa coalición mayoritaria.

Mientras que la UPN se basa en la voluntad mayoritaria de los votantes individuales, la eventual coalición concede mayor trascendencia política a la voluntad colectiva de la parte del cuerpo electoral que ha votado. Pero ese cuerpo de votantes no tiene presciencia divina, ni enlaces de comunicación para que estos no voten según sus preferencias personales, sino conforme a las de una sociedad que tiene horror de la mayoría absoluta y prefiere que gobierne una coalición.

No se puede plantear en términos más sencillos la paradoja de Arrow, el premio Nobel de Economía que en los años cincuenta, actualizando un viejo teorema de Condorcet, creyó haber demostrado científicamente que la democracia es imposible o, mejor dicho, que las decisiones democráticas por el sistema de mayoría, cuando hay más de dos opciones en el abanico de elecciones posibles, son imposibles. Pero esta paradoja solo rige en el sistema proporcional de elecciones, y en el mayoritario simple, como el de Inglaterra, pues a la vista está que en ellos los resultados no hacen coincidir las preferencias personales de los votantes con la preferencia presunta del cuerpo electoral o de la sociedad gobernada.

Es aleccionador el contraste con lo que ha sucedido en Francia, tanto en la elección directa del Presidente de la República por sufragio directo de los electores, a doble vuelta, como en las recientes elecciones legislativas, por el sistema de mayoría de distrito, también a doble vuelta.

En Francia no hay democracia porque no hay separación de poderes entre el ejecutivo y el legislativo. Aquél necesita la moción de confianza de éste. Pero al menos su sistema electoral es representativo de la sociedad civil, cosa que no sucede en España, y las elecciones son democráticas, y no oligárquicas de partido, como en nuestro desgraciado país, porque dan sistemáticamente mayoría absoluta a la persona elegida como representante en cada distrito. La segunda vuelta elimina la paradoja de Arrow. Como también la eluden las sociedades políticas que solo ponen en liza electoral a dos partidos

Un inteligente y culto comentarista de este blog ha percibido que las instituciones de la República Constitucional eliminan la paradoja de Arrow. Por definición, las mónadas republicanas hacen indefectible que la voluntad de los electores individuales coincida con la voluntad mayoritaria del distrito electoral. Son por ello democráticas. Como también es democrática la elección por mayoría absoluta del Presidente de la República.

La paradoja de Arrow, eliminada de la elección de decididores, quedaría circunscrita a la adopción de decisiones por la mayoría absoluta de los diputados de la Asamblea legislativa, cuando fueran más de dos las opciones legislativas entre las que elegir. Pues las decisiones del Gobierno no obedecen a la regla de mayoría en un consejo de ministros, sino al método de deliberación y decisión en un comité dirigido por un jefe.

La República Constitucional supera el problema democrático en las decisiones de la Asamblea, porque la paradoja de Arrow solo afecta a las reglas de la democracia formal, y no al contenido de las leyes democráticas, como la regla de justicia mínima de Rawls.

PROCESIÓN DE PAZ

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Para comprender el verdadero significado de la actualidad, marcada por las actitudes aparentemente incomprensibles de ETA y Zapatero, los acontecimientos han de examinarse con reflexiones que no se centren en los elementos subjetivos, de los que trata el periodismo de información, sino en las dimensiones objetivas de los factores que los determinan o condicionan.

La falta de libertad de pensamiento, y de su expresión critica de la realidad, ha creado el hábito de tomar el pulso del momento político con los dedos de la coyuntura. Los opinantes en los medios se parecen a los antiguos médicos de cabecera. Ignoran que las dolencias sociales, como las que afectan a la salud personal, solo pueden diagnosticarse con radiografías y análisis clínicos. Pero a los editorialistas de la Monarquía no podemos exigirles que nos enseñen lo que pasa en el interior del cuerpo político. No disponen, los pobres, de aparatos mentales ni de instrumentación cultural para ello. Así se explica que, en España, la opinión pública haya sido suplantada por la opinión informada.

Los partidos estatales y los medios de comunicación nos dan la misma información sobre la actitud de los tres factores subjetivos que han intervenido en el “proceso de paz”. Primero, ETA rompe la tregua del terror, como si el atentado de Barajas no la hubiese roto. Segundo, Zapatero no pone fin a dicho proceso y, ante la nueva circunstancia, decide continuarlo con la Inteligencia que antes le ha faltado. Tercero, Rajoy exige la regresión del falso proceso como requisito de la Unidad.

Nadie puede aclarar el misterio de esta triada subjetivista porque nadie denunció hace quince meses, cuando se consideró antipatriótico dudar de su éxito, el fraude objetivo que supone llamar con énfasis proceso de paz, donde no hay guerra, a lo que solo era una procesión de rogativas a ETA para que dejara de matar. Y la diferencia entre procesión y proceso no es una mera cuestión de procedimiento. Es la marca del abismo mental que separa el modo de pensar antiguo del moderno.

Para definir la procesión como modo en que las formas de la realidad dependen unas de otras, y las inferiores de las superiores, Bréhier sostuvo en 1922 (La filosofía de Plotino) que “los hombres del final de la antigüedad y de la edad media piensan las cosas bajo la categoría de procesión, como los de los siglos XIX y XX las piensan bajo la categoría de evolución (proceso)”.

Fueron Zapatero y Rubalcaba quienes, con sus llamadas metafísicas a la unidad y la inteligencia, me pusieron en la pista de los neoplatónicos que resolvieron el misterio de la trinidad. De lo Uno (Padre-Zapatero) procede la Inteligencia del Verbo (Hijo-Zapatero) y de ambos, el anima del mundo (Espíritu Santo-Zapatero). Pues toda procesión se realiza mediante semejanza de lo secundario con lo primario (Proclo). Donde no exista semejanza con Zapatero no cabe realidad alguna.

Lo primario en España es el talante del prócer Zapatero, tan capaz de impulsar una procesión intransitiva de Diálogo de Civilizaciones (anima mundi), como de crear una procesión de paz con la descarriada ETA. Pero no una procesión espacial para ir ordenadamente de un lugar a otro, como las de semana santa, sino una procesión temporal e intransitiva que dejara a ETA en la misma posición. La procesión ha consistido en pasearla a hombros del dulce talante del Gobierno para crear en la inocencia gobernada la expectativa del fin del terror.

El análisis metafísico de la actualidad descubre la realidad de la mente que nos gobierna. La sociedad española no esta dividida ya entre mentalidades de izquierda y de derecha, ni entre progresistas y conservadores, sino entre partidarios de ilusiones procesionarias y partidarios de seguridades regresionarias. Y mientras tanto, el problema de la unidad, la libertad, la lealtad y la inteligencia de España, permanece sin solución, a causa de la gran Procesión intransitiva de la Monarquía de Partidos, que impide la posibilidad de iniciar procesos de creación. Únicas formas de producir nuevas realidades. El fin del terror lo logrará la creación de inteligentes instituciones democráticas que, sin regresión ni encapuchados, compensen las tendencias a la separación.

PROBABLE REPÚBLICA

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La prueba de que esta Monarquía -regentada por el usurpador que impuso el General Franco- no es un Sistema político autónomo, asentado sobre la libertad de los españoles, sino un Régimen de poder, sostenido por el consenso de una sinarquía de partidos estatales, está en el hecho definitorio de que ni un solo medio de comunicación, y desde luego ningún partido, se atreven a publicar análisis sobre el grado de probabilidad de que el heredero de la Corona, el Príncipe Don Felipe, llegue a ser Rey.

Los mayores periódicos digitales -que no son libres de pensamiento ni de expresión- tampoco son leales al deber de informar de las expectativas que tiene la Monarquía de continuar vigente tras el fallecimiento de Juan Carlos, no obstante ser este evento el primer asunto que ocupa y preocupa el interés de los hombres del Estado de Partidos, y el de todos los gobernados.

No hace falta que la ley lo prohíba. Las costumbres del poder son más eficaces que la propia Constitución. El silencio sobre el futuro de la Monarquía es sonoro y determinante, como lo fue el pacto de silencio sobre el pasado que la fundamentó. El secreto hermético del juego de los poderosos, de los que se encaramaron en el Estado sin dar oportunidad a la libertad constituyente, sigue siendo el bastión que protege a la Monarquía y a la partitocracia contra los asaltos de la verdad. La ley del silencio sobre los cimientos movedizos de la dominación partitocrática, constituye la “omertá” de la clase política y mediática.

Si los poderosos pueden vivir instalados en la mentira, sustituyendo el concurso de la inteligencia por el de la listeza y el de la honestidad por el de la eficacia, los débiles no tienen más posibilidad de sobrevivir con dignidad que la de aliarse con la decencia y el conocimiento, para llevarlos al Estado y destruir las murallas del miedo a la verdad. Fuera de la inteligencia, la eficacia es resultado de alguna especie de brutalidad. Y el silencio sobre la probabilidad de la República es propio de brutos.

La Monarquía de la Partitocracia puede caer en virtud de un acontecimiento que sentimentalmente desborde los muros que la contienen, o en virtud de un proceso de republicanización de la sociedad civil que alcance madurez. Aunque no sea imposible predecir que tipos de acontecimientos pueden desbordar la monarquía, lo que importa saber ahora es que la Monarquía de Juan Carlos, además de ser susceptible de fallecimiento por una causa eventual, no dependiente de la voluntad republicana, está ya expuesta a desfallecer, y ser retirada a los arcenes de la historia, por una causa procesual enteramente dependiente de la acción emprendida por el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional.

No hay la menor intención pretenciosa en reducir las causas procesuales de la caída de Monarquía a la acción exclusiva del MCRC. La razón es sencilla. Ningún partido estatal puede iniciar un proceso civil o político contra la Monarquía sin negarse y destruirse a si mismo. La trascendencia de este hecho se manifiesta en dos seguridades o certidumbres. Por un lado, en la seguridad de que la única alternativa pacífica para sustituir la Monarquía por la República es la que ofrece el modelo de la República Constitucional. Y por otro lado, en la certidumbre de que si la Monarquía cae a consecuencia de este proceso civil, los partidos estatales no tendrán oportunidad ni capacidad para restaurar la II República o instaurar una República de Partidos.

El cálculo de probabilidades no se aplica a los acontecimientos que puedan producir la caída de la monarquía, porque al ser eventuales no están sometidos a las leyes estadísticas de los hechos frecuenciales. En esos supuestos, hay que sustituir la probabilidad por el análisis de las causas que pueden producir el acontecimiento. Pero, en la situación actual, lo urgente no es predecir el futuro de la Monarquía, sino construir el de la República Constitucional a través del proceso iniciado por los repúblicos y los abstencionarios. De ahí la importancia que tiene el conocimiento de la dinámica de este proceso, y de la madurez alcanzada en cada una de sus fases. Pues es esta madurez, y no la voluntad de un líder, la que impulsará la fase siguiente.

REPÚBLICA EN POTENCIA

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Desde la Revolución Francesa, muchos pueblos europeos contienen en potencia a la República, algunos en acto y ninguno en plena actualidad. No hay una sola nación europea que deba su existencia republicana a una generación natural o cultural de la República. La más republicana, Francia, no la concibió con un embarazo de la libertad, ni con un abrazo de amor a la verdad. Fruto de la circunstancia y del desconocimiento de su esencia, la República no advino a la realidad, en el mundo moderno, como algo posible que se hace actual, sino como algo irreal, cercano a la fantasía, que hizo necesaria su existencia para poner cabeza abstracta a un sentimiento nacional concretamente descabezado.

Los europeos están pagando un precio desorbitado, su desunión estatal, por mantener separadas la necesidad de la República como fruto de la libertad, y la existencia de la misma como contingencia o accidente de la historia. Italia y Alemania deben sus Repúblicas de Partidos a la gestación estadounidense en vientres totalitarios. Y ese ha sido también el modelo monárquico de la forzada y artificial Transición española. La democracia permanece divorciada de las Repúblicas europeas. Pero la Monarquía española ya contiene en potencia la idea realizable de la República Constitucional. Algo que no tienen aún los demás pueblos de Europa.

La teoría pura de la Republica Constitucional no está todavía cerrada como categoría científica, porque aun no ha incorporado a su bagaje la demostración de su posibilidad de realización práctica, mediante la descripción del proceso de conversión de la potencia republicana en acto creador de la República. La filosofía llama actualización a ese movimiento de la potencia al acto, pero es preferible denominarlo realización. La idea de actualizar supone la existencia de algo que fue actual y quedó trasnochado. El significado de actualizar es casi sinónimo de modernizar. La idea de la República, bajo la Monarquía de Partidos, se puede actualizar en teoría, pero no pasará de la potencia al acto sin proceso de realización.

El Movimiento de Ciudadanos hacia la Republica Constitucional ha sido creado, y está siendo impulsado, por la necesidad social de iniciar, dirigir y culminar, en el seno de la sociedad productiva y en todos los ámbitos culturales, ese proceso de realización de la moderna idea republicana. Por esa razón he llamado repúblicos, o estadistas de la República, a los participantes en este movimiento de liberación republicana y de republicanos. Por primera vez, la cualidad de estadista se predica de un colectivo de personas excepcionales y no de una personalidad singular. El proceso terminará cuando los abstencionarios voten la República.

La necesidad de este proceso de republicanización de la sociedad no es solo lógica o mental, como creía Bergson respecto del concepto mismo de posibilidad, al que consideraba una invención del sentido común para explicarse la existencia de lo real como actualización -a posteriori- de lo posible, o sea, cuando es lógicamente imposible por estar realizado el acto. Pero tampoco ese proceso es una necesidad histórica del desenvolvimiento espiritual de la idea republicana, como pensaría Hegel, ni del desarrollo de las fuerzas materiales de la sociedad civil, como predecía Marx. En ambas hipótesis, sobraría la necesidad del concurso de la voluntad de realizar la Republica Constitucional.

En materia de posibilidad, sobre la que tanto reflexioné durante mi preparación intelectual contra el franquismo, soy revolucionario porque soy aristotélico. Del mismo modo, que Aristóteles combatió sistemáticamente la doctrina de los megáricos (escuela socrática que negaba el movimiento), los repúblicos debemos destruir la creencia fascista (Gentile) de que la actualidad del Estado es la única realidad existente, y que toda oposición al poder constituido es una fantasía irrealizable, a no ser por un puro acto de fuerza constituyente que lo derribe y sustituya con otra actualidad. Al principio produce extrañeza que esta rara doctrina sea creencia espontánea de personas inteligentes y cultas. Extrañeza que desaparece cuando se observa que esas personas eran antes las más favorecidas por la dictadura y ahora por la Monarquía.

La teoría biológica de la evolución de los embriones destruye tanto la antigua doctrina megárica que negaba la realidad del movimiento, como la filosofia de Bergson y Gentile sobre la reducción de la realidad a la actualidad. La existencia de realidades virtuales esta científicamente probada no solo en biología. El Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional es tan real como la realidad de la Monarquía de Partidos. Y los fines políticos que persigue son tan reales como los de los partidos estatales.

Pero en el terreno de la política sucede lo mismo que en los procesos de transformación y desarrollo de las especies en la Naturaleza. Así como lo posible no asegura que la bellota se desarrolle en encina, porque entre la potencia y el acto se interponen los cerdos, tampoco la voluntad republicana puede asegurar por si sola que un Movimiento de Ciudadanos se desarrolle en un proceso constituyente del Estado, porque entre ese movimiento de la libertad y la República Constitucional se interponen los partidos estatales. Nosotros actualizaremos, contra ellos, la República en potencia que contiene la Monarquía de la servidumbre voluntaria.

REPÚBLICO

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Las palabras políticas no suelen expresar con precisión las ideas o conceptos a que se refieren. Sucede con frecuencia que un mismo vocablo se usa para designar cosas muy diferentes. Entre otras razones, la política no es todavía una ciencia porque el lenguaje del poder carece de voces unívocas. Y la evolución de las costumbres lingüísticas esta marcada por la moda de pronunciar todas las palabras referentes a las relaciones sociales con un mismo acento demagógico o igualitario.

Hace unos días, la necesidad de describir las distintas categorías de personas que voluntariamente deciden no votar en las urnas políticas, me obligó a crear la voz “abstencionario”. Quise distinguir con ella a los que, no siendo abstencionistas frente a todo tipo de elecciones, se niegan a participar en la farsa del sistema proporcional de listas de partido.

Hoy me encuentro ante la imposibilidad de definir a todos los republicanos, si con esta palabra adjetiva se designa del mismo modo a los partidarios de retornar a la II República, a los nacionalistas catalanes de Ezquerra Republicana, a los socialdemócratas de Izquierda Unida o a los miembros del Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional. Todas estas personas no son sustancialmente iguales, porque sus diferencias políticas no son meramente adjetivas o accidentales.

Antes de saber si existen palabras diferentes para designar a los que son partidarios genéricos de la República, sin compromiso vital con ella, y a los que son partícipes de una idea específica de la República, con la que se identifican en su modo de ser y de estar en sociedad, se debe buscar el sentido real de esas actitudes según sea la forma de Estado donde se manifiestan. Pues son contradictorias, más que contrarias, si se producen en una Monarquía de Partidos, que no solo niega la libertad de pensamiento, y la igualdad de oportunidades para expresar las divergentes concepciones de la República, sino que está sostenida por partidos estatales que se consideran a sí mismos republicanos.

Para poder ser partidario de algo hace falta que haya opciones reales de tomar partido sobre ese algo, sea para hacerlo nacer o para evitar que perezca. En la República francesa, por ejemplo, no tendría sentido declararse partidario de la República, del mismo modo que no lo tiene que los jueces se declaren partidarios de la justicia legal. Hablando con propiedad solo tiene sentido decir que los franceses son partícipes de la República, como el juez de la justicia o el médico de la medicina. Lo cual no significa que lo sean en el mismo grado de intensidad o dedicación.

La cuestión republicana adquiere una dimensión ontológica en las Monarquías de Partido, como la española. Pues, por definición, solo cabe ser partidario de alguno de los partidos estatales, y ninguno de ellos puede ser, aunque lo crea, republicano. Éste no es asunto que solo afecte a la sinceridad o coherencia de los republicanos que se declaran partidarios de alguno de los partidos estatales que sostienen la Monarquía. Pues no se puede ser partidario de algo accidentalmente republicano que, al renegar de su esencia publicana, ha negado la posibilidad de su existencia republicana. Sin combatir por su existencia, la República es el fantasma familiar que los partidos republicanos pasean por los palacios monárquicos para que el Rey no olvide quienes son los dueños del Estado.

Si los partidarios de la II República, o de los partidos estatales de la Monarquía, se creen republicanos porque sus abuelos lo fueron, la ontología republicana solo reconoce y otorga títulos de legitimidad a los que, de modo pacifico pero decidido, hacen todo lo necesario para que sus hijos vivan con plenitud la libertad y la democracia de la República Constitucional. El compromiso vital de los que quieren ser padres de republicanos les obliga a adquirir los conocimientos, las previsiones, el carácter y las cualidades humanas de los verdaderos estadistas. El idioma español tiene un sustantivo hermoso, lamentablemente desusado, que designa al estadista o personalidad capaz de oficiar lo público. La voz repúblico define a la perfección la condición de estadistas de los hombres y mujeres integrados en el MCRC. Pues, todos somos aquí esencialmente repúblicos, y no accidentales republicanos.

HUMANISMO REPUBLICANO

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Una de las aspiraciones de la humanidad o, mejor dicho, de la parte más noble del género humano, consistía en idear y realizar un mundo social a escala del hombre. Pero esa no ha sido la dirección del progreso en los pueblos forjados por la civilización greco-romana, donde los valores de la cantidad y la acumulación han preterido los de la calidad y el disfrute. Una noción utilitaria de la relación del hombre con la naturaleza, y una tradición de temor a la autoridad, han apartado a las poblaciones de las grandes ciudades del apego a la naturalidad en su relación con el mundo.

En la historia de las ideas y de los acontecimientos políticos, hay que retroceder más allá de los siglos de la ilustración y las luces, es decir, más allá de las revoluciones de la libertad y la igualdad, para poder encontrar auténticos hontanares de humanidad en las relaciones, reales o imaginarias, de los hombres entre sí y con las ciudades-estados que permitían el desarrollo de una socialidad natural.

Es inútil buscar esos momentos singulares de la historia en las épocas de esplendor de las Ciudades-Imperio o de expansión de los Estados renacentistas que ocuparon la tierra conocida y colonizaron la ignota. Los valores humanistas se descartan por sí solos de las grandes empresas de conquista territorial y dominación de otros pueblos. Refugiados en la dignidad de personas singulares, esos valores íntimos de humanidad no osan hacerse públicos en las crisis abisales de autoridad, o en los tiempos de desesperanza histórica, pero sí lo hacen cuando una nueva luz despunta en el horizonte lejano para ver las mismas cosas de manera más cercana. Ese cambio de perspectiva inmediata constituyó la esencia del humanismo.

Con mucha más pertinencia que al Renacimiento, las ideas del humanismo político pertenecen a las pequeñas ciudades del norte de Italia que lo anunciaron y prepararon en los últimos años de la Edad Media. Los glosadores Bartolo y Baldo descubrieron que el derecho romano de la monarquía podía ser utilizado para propósitos republicanos, si la ciudad era concebida como “sibi pinceps” y la materia política como “res publica”.

El fracaso de la Constitución europea y la inexistencia política de Europa provienen de dos hechos fáciles de constatar: ningún Estado la concibe como princesa de ella misma, ni trata la materia europea como asunto público o del público, sino como una cosa del poder, de los Estados o de los Gobiernos. En las monarquías, la clase gobernante tiene un concepto privado de la política. Europa no es república ni monarquía, porque ni es soberana de sí misma ni tiene una noción unitaria de lo común.

En España, la crisis política de lo común, producida por la dinámica artificial de las Autonomías y por los sentimientos parcelarios de los nacionalismos periféricos, está acentuando la inhumanidad de la política, incluso en los pequeños municipios divididos por la repartición partidista de los poderes locales. Cuando es precisamente en ese ámbito de lo vecinal y natural donde mejor puede germinar la semilla de un nuevo humanismo republicano, si comienza a manifestarse con un acto de autonomía de la voluntad colectiva, que se niegue seguir viviendo la falsedad de la representación, absteniéndose de participar en la farsa electoral y de educar a sus hijos en la mentira de lo público.

La abstención electoral, ese acto vecinal de aparente negatividad y efectiva unidad moral, convertiría a los Municipios en Príncipes de sí mismos, y a los asuntos municipales en materia propia de la República Constitucional.

Contra el escepticismo general, y la apatía de los sentimientos desinteresados, los modernos republicanos, los que se están agrupando en el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional, muestran con sorprendentes frutos de primavera, como la semilla del humanismo político, abonada con la teoría pura de la República y con valores de lealtad, germina con mayor facilidad en las dimensiones humanas de la existencia, es decir, en las mónadas existenciales más imbuidas de naturaleza, familia y vecindad.

Las bellísimas flores de la República humanista las veremos surgir contra lo esperado, antes que de cuidadas macetas o jardines epicúreos, de los muros viejos y agrietados de las escuelas, institutos y universidades de las pequeñas ciudades.

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