Los medios de comunicación llaman impropiamente debate a la pugna entre dos aspirantes a monopolizar, votación mediante, todos los poderes del Estado. Ambos pactaron las reglas de su espectáculo, para que fuera imposible introducir, en una pura contienda de sentimientos, cualquier asomo de argumento demostrativo o refutador de algo pragmático o idealista. Ambos respetaron escrupulosamente el pacto de renunciar a la razón y, sin necesidad de esforzarse, también a la inteligencia. Ambos pudieron acreditar así su eficiencia emotiva para impedir el paso de lo contradictorio a lo explicable, de lo iluso a lo real, de lo imaginario a lo empírico, de lo sensible a lo inteligible.   En ausencia de libertad de pensamiento, y sin estar educados por la libertad politica, es lo que se podía esperar de unos jefes de partidos estatales, maestros del juego político oligárquico y aprendices ignaros en todo lo que requiere estudio, conocimiento, experiencia, meditación y previsión, como en economía, docencia, inmigración, autonomías, terrorismo, delincuencia. El vocabulario los delataba. Ni una sola referencia a la necesidad de libertad y de verdad, ni una sola expresión gramatical completa que pudiera ser considerada verdadera o falsa. Se llamaban mutuamente mentirosos ¡de intenciones!, salvo en la negociación con ETA o la guerra de Irak, donde la mentira era patente para millones de espectadores.   No podía haber controversia, sino pura contradicción, en dos arengas repetitivas de opiniones no versadas. El diálogo entre datos iguales, pero enfrentados sin logos, era logomaquia; y cuestionar sin responder, galimatías.   Educados en el lenguaje de la propaganda mediática y en la admiración de los deportes agonísticos, los espectadores confunden la oratoria con la frase enfática, y el debate, con el combate. Sin conocer la belleza del discurso de la libertad, ni la hermosura de la disputa de la verdad, lo único que podían apreciar y valorar era la contundencia de los golpes verbales, de las frases hechas, del insulto directo que, sin mediar humor o ironía, dejaran en la pantalla la imagen gestual de un ganador y un perdedor. Como en partidos de competición sin árbitro, en este combate sin fuero cada partidario y medio partidista pueden atribuirse la victoria. florilegio "El lenguaje emotivo no separa la forma del contenido y, a diferencia del cognoscitivo, es irreversiblemente indiferente a la verdad o falsedad de la locución. La más baja de sus especies gramaticales, el lenguaje de partido, no tiene más semántica que la impuesta por su necesidad de demagogia."

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