Muñecos 3d protestando con carteles explicativos Constituciones, ¿para qué? El líder de CiU acaba de proponer una reforma legal para impedir que "el Tribunal Constitucional pueda invalidar estatutos de autonomía refrendados por el pueblo". La propuesta es interesante por lo que tiene de brutal, confusa y oportunista a partes iguales. Brutal porque en ella se contiene el germen mismo de la tiranía, solo que amparada en la soberanía popular. Confusa porque Artur Mas demuestra ignorar lo que es una Constitución. Oportunista porque no viene dictada por reflexión teórica previa sino exclusivamente por intereses pragmáticos inmediatos.   ¿Es el Estatuto de Autonomía una ley que, en virtud de no se sabe que excepcionalidad, se sustrae al control de constitucionalidad que sí rige para las demás leyes? ¿O es el refrendo popular el que dota al Estatuto de Autonomía de esa excepcionalidad? ¿Tiene por lo tanto el refrendo popular la capacidad de ir incorporando de forma sobrevenida, sin mediación de instancia jurídica alguna ni procedimiento especial, modificaciones en una Constitución? ¿Qué pueblo es el sujeto de tal soberanía? ¿El español en su conjunto, el catalán solamente? Pero, llegados a este punto, ¿acaso tiene sentido la existencia de una Constitución?   Sabemos desde Carl Schmitt que una Constitución que acepta la división del poder constituyente se destruye a si misma. Artur Mas no aceptaría que el “pueblo catalán” se fragmentara en los cientos de barrios y ayuntamientos que pueblan Cataluña. Un “proyecto sugestivo de vida en común” pensado por y para los catalanes no puede aceptar que las gran heterogeneidad de personas que lo conforman puedan, a su vez, agruparse libremente en unidades más pequeñas para blandir otros pequeños “proyectos sugestivos de vida en común”. El derecho de autodeterminación es un engaño de la clase política que responde sólo a ambiciones oligárquicas que justifican la fragmentación de la soberanía, pero que no aceptarían nunca que de la nueva soberanía nacieran nuevos fragmentos autónomos. Supone Artur Mas, si es coherente, que un pueblo soberano, que delega en la Asamblea Legislativa sus facultades, no precisa de ninguna "ley de leyes" que esté por encima de las demás leyes, no precisa de ninguna Constitución. Lo que en la doctrina de los padres de la patria americanos hizo necesaria una Constitución, es decir, la necesidad de defender un conjunto de derechos inalienables frente a los posibles asaltos de una soberanía popular carente de frenos, o, dicho en otros términos, la defensa de uno frente a todos los demás, -porque la regla de la mayoría, es decir, la defensa de todos frente a uno ya habría de regir en la conformación de gobiernos y parlamentos- es lo que aquí Artur Mas, irresponsablemente, rechaza, por la pura motivación pragmática de remover obstáculos institucionales para la aprobación de una ley.   Probablemente Artur Mas ha aprendido bien la funesta lección que dejó la Revolución Francesa a las generaciones siguientes: el control del poder, cuando el titular del mismo es el pueblo, es superfluo. La ley, y la propia soberanía popular, adquieren así un carácter divino: Dios no puede ser injusto. No es extraño que, con estos mimbres, de la consigna "Libertad, Igualdad, Fraternidad" a la coronación de Napoleón como emperador pasaran solo quince años. Gracias al mito del absolutismo de la soberanía popular, la soberanía abandonó al rey y terminó ciñendo las sienes del emperador. En eso se sustanció esa concepción tan siniestra que ahora Artur Mas, a sabiendas o sin saberlo, hace suya. Solo esa concepción de Artur Mas será suficiente para que mañana un partido político que se haga con el gobierno decida aprobar la pena de muerte, y si esta es refrendada por el pueblo ya no habrá Constitución ni Tribunal Constitucional capaz de ejercer de muro de contención.   Pero la lógica del poder es inexorable. Una soberanía popular carente de frenos judiciales termina volviéndose contra si misma y es la tumba de la democracia. La tiranía de una asamblea legitimada por el pueblo es tan peligrosa y criminal como la tiranía de un autócrata. A Artur Mas no cabe suponerle ignorancia como para desconocer un hecho del que ya hay experiencia sobrada. O bien la inmediatez y la miseria de los intereses partidistas le impiden razonar por inducción –como, por lo demás, es común a toda la clase política, salvo excepciones que ya ni siquiera en España es fácil encontrar- o bien la satisfacción de tales intereses es su único referente. Cuenta para ello con la correlativa ignorancia de muchos que aplaudirán a quienquiera que adule al pueblo como señor y soberano de la nación. Porque, en efecto, el pueblo, Dios, nunca se equivoca. En eso consiste la moderna y laica religión de la “soberanía popular”. A la que algunos llaman “democracia”. Y si se equivoca, la Historia dará su veredicto, nunca un Poder Judicial que sirva de contrapeso. Un pueblo tan autocrático como el Generalísimo Franco. {!jomcomment}

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