"Siempre hay que dictar justicia antes de ejercer la realidad", decía Malebranche. Es cierto; la mente no encuentra la coherencia sin principios-prejuicios y sin fines-ideales. Unos y otros crean una suerte de linealidad que constituye tanto el tiempo racional como el asiento moral de los individuos. Pero cuando el ser humano ha sido desposeído de su voluntad política, la coherencia mental deja de ser un requisito natural de la acción libre y deviene un fin en sí misma. Por eso, en la política, la mentira es tan funcional como la verdad, a condición de que la propia política se convierta en ganadería.   Mientras que la mente libre, creadora, encuentra la fuerza para actuar en cualquier ocasión de la naturaleza -para utilizar el simpático lenguaje malebranchiano-, el rebaño de mentes oprimidas (y todas lo están si no pueden publicarse, es decir, participar en lo común) necesita de un fastuoso escenario para la inacción. No pasa de amarillismo decir que Garzón es sinónimo de prepotencia o valentía idealista para quienes no lo tratan y de ambición y exhibicionismo para quienes lo conocen. No pasa de conjetura envidiosa la sospecha de que la figura jurídica de don Baltasar es tan grotescamente enana como agigantada ha sido su condición de estrella. Poco importaría que Garzón, conscientemente, hubiera construido su gloria sobre causas ideológicas ajenas no sólo al Derecho, sino a la Justicia. Y no va más allá de la discusión técnica el cómo y el cuándo se investigan las cosas del franquismo, mientras que el porqué pertenece al terreno moral. Pero resulta que la fama real del juez es rosa si este adjetivo denota tanta impotencia societaria como servilismo ante los intereses estatales que tejen la comedia nacional y enfrentado a los cuales, supercheramente, se presenta. Más allá de las razones jurídicas y más acá de los ideales morales, interesa el hecho de que el juez Garzón se ha convertido en un mito político.   Cuando los mitos no corresponden a idealizaciones paradigmáticas de la realidad sino a sucedáneos de un idealismo frustrado, necesitan, como en el terreno ideológico le ocurre al nacionalismo, de una vis internacional. Digamos que el mito veraz es sencillamente primitivo y provinciano mientras que el mito falaz es sofisticadamente imperial. Garzón, imbuido de las propiedades de los mitos que sirven a intereses distintos a aquello que pretenden simbolizar, siente la necesidad de internacionalizar las causas o, mejor dicho, su propia causa; porque llegados a este punto la causa es él, la propia supervivencia del mito. Y la izquierda mundial, ahogada en la frustración inherente a la fe en las utopías y hastiada de la corrupción de las personas, necesita ser actualizada por el héroe. No cabe extrañarse, pues aunque este afán de supervivencia -la del mito y la de la izquierda- puede parecer más propio de lo más espurio de la naturaleza animal o de lo más codicioso del vil mercado, no es un fenómeno tan extraño en estancias pretendidamente más elevadas de la vida humana. A la vanidad intelectual y a la filosofía alejada del compromiso les ocurre exactamente lo mismo: tienden a confundir la coherencia de sus propios aparatos con la del mundo, si es que este la posee en absoluto.   La coherencia del escenario actual se sustenta en la ilusión de libertad que produce el enfrentamiento. Garzón sí, Garzón no. Guerra civil, desaparecidos de las dictaduras militares, Pinocho detenido en el Reino Unido, la droga, el aborto, el tráfico de influencias, el maltrato a la mujer, los toros, el circo y Garzón sí, Garzón no. A lo largo de los franquismos, suarismos, felipismos, aznarismos y zapaterismos la realidad ha sido idéntica: ausencia de libertad política. Y cuando no se es libre, se es historia. Esos ismos encarnan la necesidad de sublimar históricamente la opresión de la sociedad. El escenario mediático de la transición ha consistido en la escritura de la historia de los españoles antes de que estos decidieran hacerlo por sí mismos. La historia ha sustituido así a la acción que debería ser su precedente, la acción humana se ha reducido a hermenéutica de la historia oficial. En el teatro nacional la coherencia del debate histórico en tiempo real y, por tanto, políticamente ciego, sustituye a la lucha por la libertad y en esta adulteración de la Política, en la gigantesca tramoya, el garzonismo ocupa su lugar para encarnar la aceptación de la sumisión que la sociedad civil muestra ante la clase política. Según este mito, la dignidad puede refugiarse en lo personal y desaparecer de lo social. El grito de justicia universal que representa Garzón para tantos y tantos, oculta la vivencia de la no política nacional dándole la apariencia amable del debate.   Al final de estas líneas Garzón corrige a Malebranche: "Siempre hay que dictar autos antes de ejercer la irrealidad".

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