Un fotograma del ataque al palacio de invierno extraído de Octubre -la célebre película de Eisenstein- y no del verdadero asalto, ha ilustrado portadas de diferentes libros como si se tratase de una imagen verídica de aquel acontecimiento. En el archivo de la Historia menudean las tergiversaciones y las mitificaciones, la introducción de leyendas y la inoculación de recuerdos sentimentales.   El muerto al hoyo del Valle de los Caídos y los vivos (el sucesor de Franco, y los Fraga, los Cebrián, los Martín Villa y un largo etcétera) al bollo de la partidocracia. En una situación así, que Dios les conserve la vista histórica a quienes vean grandeza épica en las trapisondas de Garzón. Pero la megalomanía, la arbitrariedad y la incompetencia de este juez no hubieran podido desenvolverse en un sistema judicial que tuviera garantizada su dignidad, es decir, su independencia.   El obsceno comportamiento de los jefes de los partidos estatales y los jefecillos de los nacionalismos periféricos respecto a la renovación del Tribunal Constitucional (al que se refieren como tratantes de ganado judicial) está en consonancia con el origen de este órgano “ad hoc” y su específica función conservadora de reconstituir lo ya constituido. Sin fuerza constituyente para atajar las fuentes de abuso del poder, nuestra jurisprudencia constitucional no tiene la facultad de “ajustar” un inexistente equilibrio de poderes ni de preservar la autonomía de la sociedad civil (en lugar de dar curso a las ambiciones autonomistas).   La idea de un Tribunal especial para controlar el poder (una cuestión eminentemente política) sólo podía germinar en el momento termidoriano (erupción de la corrupción y de la conchabanza político-financiera) que configuró el moderno Estado europeo –contra la separación de poderes de Montesquieu que inspiró a la Constitución norteamericana-. Y sólo en una mente fascinada por el poder y la geometría de su organización podía nacer la ilusa creencia de que una función, y no otro poder, podría controlar a un único poder que separa sus funciones. Esta época y esta mente (el abate Sieyès, que ofreció su invento a Bonaparte) se cruzaron en Francia y engendraron el “Jurado constitucionario” para la Constitución del Directorio (1795), y el “Colegio de Conservadores” para la Constitución del Consulado (1799).

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