El Tribunal Constitucional.

El consenso de los partidos para repartirse los magistrados del Tribunal Constitucional (TC) tiene como parte de su ceremonial la declaración de idoneidad para el cargo mediante su comparecencia ante el Congreso. Tras las negociaciones entre del PP y PSOE, los cuatro nuevos propuestos han alcanzado el placet de sus amos con el berrinche de los restantes grupos que protestan porque no pueden participar en el trato.

Como el TC es un órgano político, elegido por políticos e integrado por políticos disfrazados de jueces, es imposible que sus decisiones se guíen por el derecho. Los criterios decisorios son pura y simplemente de oportunidad política según el juego coyuntural de mayorías. Tal evidencia perdura sin ser discutida institucionalmente porque esa es precisamente su función, servir de último filtro de una Justicia de por sí sometida y controlada por la clase. En el Estado de poderes inseparados sus actores protagonistas, los partidos, no aspiran a una Justicia independiente, sino a ser ellos quienes la controlen, esperando impacientes a que llegue su turno.

La elección de sus miembros por la clase política adjetiviza al TC como verdadero tribunal político especial que contraría principios que el propio texto recoge, como la prohibición de tales tribunales ad hoc (art. 117.6) o el principio de unidad jurisdiccional (art. 117.5), que se muestran así como meros ornamentos sin sentido. Si el control de la constitucionalidad se sitúa fuera de los juzgados y tribunales ordinarios no hay unidad jurisdiccional ni monopolio judicial sobre la aplicación de las leyes.

La lesión de estos elementales principios, como son la unidad de la jurisdicción y su monopolio de juzgar y hacer cumplir lo juzgado, nos enfrenta al control político de la materia constitucional, y por ende a la negación de lo que democracia y constitución significan con presupuesto en el indispensable principio de separación de poderes.

Efectivamente, sentado el principio de unidad jurisdiccional, tanta jurisdicción reside en el modesto tribunal de instancia del pueblo más remoto como en el mismísimo Tribunal Supremo. Cosa distinta es la jerarquía orgánica que el sistema de recursos otorga al Tribunal ad quem, que por vía de los procesalmente establecidos revise las resoluciones dictadas por el juzgador a quo.

Sentado tan principio básico, todo tribunal debe estar capacitado para declarar la inconstitucionalidad de cualquier norma, siendo el proceso de decantado a través del sistema de recursos devolutivos hasta el mismísimo Tribunal Supremo. Éste Alto Tribunal determinará en firme tal cuestión constitucional, no saliendo así la decisión judicial de la facultad estatal que tiene atribuida la función de escrutinio de la legalidad.

La articulación de un tribunal político al margen de la jurisdicción ordinaria, en el que intervienen los partidos políticos para la elección de sus cargos, supone un intolerable quebrantamiento del principio de separación de poderes y de unidad jurisdiccional, excusa y fundamento último de un simple control político sobre el derecho y  la producción legislativa.

No nos extrañe luego el lamentable espectáculo de mutuas recusaciones por los partidos de ponentes en el seno del TC, así como el también intolerable «cálculo jurídico» de votos politizados al que desgraciadamente estamos acostumbrados en sus fallos, que precisamente suelen acertar únicamente al definirse con tal palabra: FALLO.

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