La hostilidad de las utopías colectivistas y anarquizantes con respecto a la democracia, contribuyó de una forma tontamente inútil, al descrédito del instrumento formal más valioso para el progreso real de la Humanidad. La supresión de la pobreza y la injusticia social es un ideal cuya realización no admite contemporizadoras disculpas, que atiza nobles pasiones. La salvaje complicidad o la deplorable indiferencia ante tanta desgracia ajena, enardece a los hombres de bien.   En su portentosa arquitectura teórica, Marx prescinde del análisis de la estructura de un Estado, condenado, de todas formas, a desaparecer con el advenimiento final del paraíso comunista. Hasta entonces, la dictadura del proletariado podría hacerse cargo del monopolio estatal de la represión, arrebatándoselo a la burguesía, para dominar a ésta y a cualesquiera otros elementos sociales caducos, como demostraron con monstruosa eficacia los gerifaltes del totalitarismo soviético.   No cabe en la teoría marxiana la potencial utilidad benéfica del Estado, con la introducción de reglas democráticas. La democracia es arrumbada al estercolero de la Historia. Ahora, que vuelve para corregir el desatinado rumbo de Izquierda Unida, el honesto Anguita tendría que reflexionar sobre el hecho de que los partidos de izquierda, desde su nacimiento, han adolecido de una trágica incapacidad para comprender la virtualidad de la democracia (groseramente tildada de instrumento burgués), para expandir en una atmósfera política limpia, esa justicia social tan ardorosamente proclamada: lo que ha provocado sufrimientos equiparables o mayores a los que combatían y deseaban abolir.   Identificar la implacabilidad “darwinista” del sistema económico con una forma de prevenir y atajar la irresistible tendencia de los gobernantes a hacer un uso espurio de su poder, ha sido la más espantosa falta de lucidez de una izquierda fiel a unos principios falsamente regeneradores. La democracia no está impregnada de parcialidad ideológica; no está al servicio del poder económico o de la clase social dominante;  es un medio imprescindible para que la libertad política sobreviva; garantiza no caer prisioneros de la autocracia o la oligocracia.   Don Julio Anguita (foto: Fundació Pere Ardiaca)

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