Emancipar la “nación”, que primariamente venía a designar un mismo lugar de nacimiento, del “estado”, no fue más que una revolucionaria ficción jurídico-política, legitimadora de un nuevo poder. Tal fabulación terminó por patrocinar una doble tendencia: fronteras adentro, la nueva justificación estatal trataría de homogeneizar su tejido humano, construyendo la correspondiente “nación”, y aglutinándola aun a costa de fabricar enemigos foráneos o invocar grandiosos destinos colectivos; hacia el exterior, erosionaría el “principio de legitimidad dinástica” para dar cobertura a un fantástico derecho a la secesión con una “conciencia nacional” propia, que fundara sus correspondientes “estados”. Esto es el “nacionalismo”, que, junto a la “lucha de clases” y su drástica solución estatal totalitaria, explican sintéticamente la historia europea y sus réplicas mundiales de los dos últimos siglos.   En la España actual, hubo que añadir sobredosis de necedad a una ignorancia extrema, para pensar que las autonomías podrían poner coto a los nacionalismos periféricos, cuando, por su propia naturaleza, es el deseo pasional de un “estado propio” su única razón de existir. Eso sí, el camino emprendido les permite ir modelando la propia “nación” y adoctrinar a las nuevas generaciones, sumergiéndolas en la propaganda nacionalista institucionalizada, que, impotente exaltando lo suyo, ha de recurrir a la destrucción de lo español, cuyo nacionalismo ha sido siempre reaccionario.   Pero donde hay que verificar las fuerzas en lo sociopolítico es, precisamente, donde tendrían mayor resistencia. No hemos de mirar hacia catalanes, vascos y gallegos, sino hacia los demás; así como tampoco a los partidos nacionalistas, sino a los nacionales. Se puede apreciar, entonces, cómo la coartada cultural y lingüística ?casos como el “asturianu” o el “cantabrón” evidencian esta tendencia general? apasiona a las clases políticas autonómicas, que ven en ella una forma de acumular poder.   Resulta significativo el caso del PP, único partido que dice tener una política española, pero que en Andalucía apoya un Estatuto acorde al catalán, y en Valencia pretende igualarse a los vecinos del norte con la “cláusula Camps”. Se aprecia, aquí, que la presión centrifugadora no se origina en los españoles de la periferia, ya que lo común en todo este fenómeno es, en el fondo, la ambición de unas clases políticas autonómicas sin control, sean del partido o de la “nacionalidad” que sean. La actual crisis de los populares nos muestra cómo el líder nacional depende del apoyo de los barones regionales, reflejando la misma situación, ya enquistada estatalmente, que hace que la Presidencia del Gobierno necesite de los votos nacionalistas en la lógica parlamentaria. Para quien lo quiera ver, hoy, el “problema de España” no es otro que esta descontrolada Monarquía autonomista de Partidos estatales.

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