Puesta de sol en Ikley Moor (foto: James Whitesmith) El páramo A nuestros amigos en Méjico, Vicente y Patricia   Cuando volvió al pueblo donde había transcurrido su infancia, encontrándolo deshabitado –los viejos ya estaban muertos y a los demás no les quedó otro remedio que cruzar la frontera para trabajar como braceros- y con las casas desmoronadas, en la imaginación de Juan Rulfo empezó a condensarse la atmósfera de Comala, con su fantasmagórica desolación: una aldea sin vida, en la que todos están muertos, incluso el narrador, y sus calles y campos son recorridos únicamente por ánimas y ecos capaces de fluir sin límites en el tiempo y en el espacio.   El adagio reza: “pecar es humano, pero permanecer en el pecado es diabólico”. Pues bien, el autor de Pedro Páramo explicaba que la existencia de un lugar sobre la tierra donde crepitan las brasas del infierno tiene su causa en la culpa que pesa sobre todos sus habitantes: la de haber sido siempre reaccionarios a lo largo de la historia mejicana: partidarios de los franceses durante la Reforma, enemigos de la Revolución y seguidores de la revuelta de unos cristeros que cometieron todo tipo de desmanes en los pueblos del Llano Grande, que es donde se desarrolla la literatura de Rulfo. Como sentenciaría un pensador cristiano: todos los pecadores tienen menos atrevimiento que el hipócrita, pues aquéllos pecan contra Dios, pero no con Dios ni en Dios.   ¡Revolución! ¡Cuántas contrarrevoluciones se cometen en tu nombre! Y cuán evidente es esto en México, destinado a sufrir el fracaso de la utopía o su inherente carácter reaccionario, es decir, la pervivencia del caciquismo y la instauración de la corrupción institucional. De la ilusión puesta en la destrucción al desencanto de comprobar que todo seguía igual; los campesinos fueron las principales  víctimas  de  la  devastación,  para continuar viviendo en el mismo estado de indefensión después de la revolución, soportando esa justicia que consiste en “dar a cada uno lo suyo”, esto es, al terrateniente sus latifundios y al esclavo lo mínimo para alimentarse. Maldito despojamiento y desamparo eterno con los que Rulfo envuelve un pueblo donde reina un terrible silencio, “como si la tierra se hubiera vaciado de su aire”.   Los olvidados, siempre los olvidados, en esa tierra de acogida de espíritus tan libres como el de Buñuel. Para los surrealistas la revolución era un mito consolador. Ésta, aunque no nos proporcione la salvación ni la posibilidad de hacer felices a los hombres, sí ilustra su trágica condición. El surrealismo no era acción sino ascesis y experiencia espiritual, restauración de lo sagrado y aplacamiento de la sed de absoluto: “la vida verdadera, como el amor” de la que hablaba Éluard.   Cuando le preguntaron si en su novela no había un principio, un medio y un final, Faulkner dijo que sí, pero no necesariamente en ese orden. Antes de su consagración, los críticos también advertían en Pedro Páramo la ausencia de una estructura sólida. Sin autor omnisciente, todo ocurre simultáneamente, con personajes que aparecen y se desvanecen sin más, una obra en suma que, como señaló su autor, está construida de “silencios, de hilos colgantes, de escenas cortadas”, y en la que conmueve el empleo de un lenguaje poético: la poesía nos conduce hacia la muerte, la poesía es la eternidad.   En el quirófano el médico evolucionista soltaba su frase favorita: nunca se me ha pegado un alma al bisturí. Pero sin estrechez de miras, entrevemos cómo se desangra un alma hasta extinguirse. ¡Y hay tantas almas muertas que sólo pueden ser vivificadas con la dignidad colectiva de la libertad política!

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