De las muchas autopsias que se pueden realizar a nuestra España, aquella que disecciona la política económica estatal es una de ellas. Desde hace tiempo esa política es una colección de frases masculladas por un boxeador sonado, de declaraciones trabucadas de alguno de sus “manager” o de golpes lanzados al aire por su oponente desnortado. Unos y otros declaran ante la prensa sus ocurrencias económicas y sus réplicas irónicas. Unos y otros nos lanzan sendas colecciones de expedientes administrativos como si fueran pragmáticos remedios. La nación está en quiebra técnica, pero su ceguera política les impide ver la realidad que les circunda.   Uno de los grandes problemas de la España actual es la ignorancia, la desidia y la poca influencia que tiene el actor principal de la economía nacional, el Estado, en la dirección que debe tomar la sociedad y en la definición del marco en el que se realizan las transacciones económicas que tienen lugar en el territorio que supuestamente controla. La descentralización política llevada a cabo a golpes de espasmo electoral ha dejado fuera de juego a la mayor parte de los operadores nacionales, pues las burocracias regionales y locales se han encargado de enturbiarlas con permisos, concesiones o autorizaciones escondidas en las más de 100.000 normas autonómicas y municipales.   En la reciente publicación “el Coste del Estado Autonómico” realizada por la Fundación Progreso y Democracia se cuantifican parte de los costes suplementarios que pagamos los ciudadanos por la prestación de servicios públicos por órganos, supuestamente más cercanos a nosotros. Según sus autores, el estudio está motivado porque el Estado ha echado en el saco del olvido el conocimiento de la calidad de esos servicios, de la eficiencia de su gestión y de su impacto en el desarrollo regional; limitándose a transferir recursos financieros revestidos de tecnicismos huecos.   Las duplicidades absurdas (Parlamentos, Cámaras de Cuentas, Defensores del Pueblo, Institutos de estadística y meteorológicos, Agencias de protección de datos, etc.); el fraccionamiento de servicios públicos fundamentales (sanidad, educación, justicia); una inmensidad de gastos suntuarios (un diputado del Congreso cuesta 280.000€, uno del Parlamento catalán 505.926€); más de 50 Universidades en muchos casos infrautilizadas; dos o más Televisiones y radios públicas autonómicas financieramente ruinosas; y un sinfín de empresas, fundaciones, consorcios, agencias públicas cuya única finalidad es escaparse del derecho administrativo y servir para la colocación de su clientela política; que además utilizan para escapar del cómputo de la Deuda y del déficit públicos. Por si fuera poco abusan de la externalización y subcontratación de servicios públicos (¿para qué sirven los funcionarios que suplantan?).   Teniendo en cuenta solamente las desviaciones de cada Comunidad Autónoma respecto de la media de las tres mejores, el “sobrecoste” de este modelo de Estado, según esta publicación, es de 26.109 millones de euros anuales. Si eliminásemos estos costes, España no tendría necesidad de ningún ajuste. Pero, no nos engañemos, esto sólo es posible en una democracia, algo muy distinto del actual Régimen político.

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