El derecho privado en España es de inspiración romana. El Derecho Administrativo nace con clara inspiración francesa; en Derecho Penal los autores italianos y alemanes gozan de gran prestigio. Los trasalpinos se llevan la palma en la Filosofía del Derecho y los principios políticos de los germanos son la base de nuestro Derecho Constitucional. Si de algo podemos presumir los españoles es de la invención del moderno Derecho Internacional (si es que tal existe), con el dominico Francisco de Vitoria; como científicos del Derecho, de poco podemos, por tanto, vanagloriarnos; la rama jurídica en la que más prestigio internacional tiene actualmente España es la de la Seguridad Social, especialmente en los países iberoamericanos. Normativa, como sabemos, más reglamentaria que efectivamente jurídica, sin mayor margen de recorrido intelectual.   No quiero decir con ello que en España hayamos estado huérfanos de grandes juristas y pensadores del Derecho (sin ir más lejos, la Escuela de Oviedo de primeros del siglo XX es una muestra de ellos). Sin embargo, entre muchos profesionales de larga trayectoria del Derecho (profesores, jueces, abogados, funcionarios públicos,…) se percibe el desaliento ante las lagunas jurídicas básicas de algunos de los más jóvenes “profesionales de lo jurídico”. ¿Cuáles son las causas?   Un joven de 18 años ha terminado el bachillerato y se plantea el futuro: Una sociedad basada exclusivamente en criterios economicistas da la solución a los males (“Derecho es lo único que tiene salida”, le repiten machaconamente), para una persona a la que le guste la historia, la filología, la política y no se le den bien las matemáticas, la química o la biología. Y las facultades de Derecho se empiezan a masificar, entrando de todo en ellas: Personas desorientadas hacia su futuro, que entran a estudiar esa carrera “por hacer algo”; aquellas otras centradas en las promesas del dinero fácil que da la abogacía (¡¡pobres infelices!!) y aquellos que, como las carreras de artes y humanidades, ciencias políticas y sociales no tienen salida, estudian lo que, a priori, más se aproxima a las mismas y les puede garantizar el sustento futuro. Cada nuevo alumno tiene sus razones para estudiar esa carrera. No todas ellas son loables, pero sí todas tan reales y subjetivas como el sujeto que las padece o disfruta.   Los estudios de Derecho han quedado reducidos, salvo gloriosas excepciones, a la mera acumulación acrítica de conocimientos legales.   En  las  facultades   no   se   estudia Derecho, sino leyes, en el peor sentido de la expresión. Según el artículo 1.2 de la Ley Orgánica 6/2001, de Universidades, son funciones de la Universidad al servicio de la sociedad, entre otras:   a. La creación, desarrollo, transmisión y crítica de la ciencia, de la técnica y de la cultura.   b. La preparación para el ejercicio de actividades profesionales que exijan la aplicación de conocimientos y métodos científicos y para la creación artística.   Unos alumnos reducidos a la mera asimilación de conceptos para su volcado en exámenes tipo test no es la idea que la sociedad debiera tener de una adecuada formación para sus futuros jueces, magistrados, abogados, fiscales, secretarios judiciales o altos funcionarios de la Administración Pública. Cualquiera que conozca y ame (la conjunción ha de ser necesariamente copulativa) un poco el Derecho, se da cuenta de que cada caso concreto es una posibilidad de impartir Justicia, al modo clásico e imperecedero de cómo definía a la Justicia el Digesto: “La constante y permanente voluntad de dar a cada uno su Derecho”.   Sin embargo, en la Universidad española el pensamiento crítico no florece, más bien se desvanece; la creatividad se limita a la adopción del derecho comparado mejor o peor traducido; el desarrollo viene impuesto muchas veces por la propia realidad de los acontecimientos, que obliga a proponer una opinión acientífica ante una urgencia jurídica, si bien disfrazada con vocabulario técnico, retórica académica y, si hay posibilidad de un latinajo, mejor. Por otro lado, la diarrea legislativa (realizada por personas sin conocimientos jurídicos, aunque revestidos con el aura de quien todo lo puede en virtud de su designación como Diputado o Senador), ahoga a profesores y alumnos. A los primeros, ni se les ocurre poder organizar grupos de estudiantes para algo que no sea realizar un practicum; a los segundos, su máximo aprendizaje se limita a saber buscar en bases de datos jurídicas, relacionar unas leyes con otras y, lo mínimo, conocer el sistema de jerarquía normativa (luego la realidad les demuestra que no ya las leyes, sino ni siquiera el propio principio de jerarquía normativa se respeta). El buen jurista es aquel en el que se predica la virtud de la prudencia, entendida ésta como la posibilidad de aplicar principios universales a supuestos concretos. Esto, por desgracia, no es materia troncal de aprendizaje en las facultades españolas. Al final, un profesional del Derecho se especializa más en saber buscar si una norma está o no derogada, total o parcialmente y si es de aplicación conforme al actual reparto de competencias constitucionales, que en interpretarla a un caso concreto para llegar a la conclusión más acorde al ideal de Justicia (dar a cada uno lo suyo) o, en su defecto, a los intereses de la parte representada (sea esta particular o la propia Administración).   Las sentencias judiciales de los jueces ordinarios cada día son peor redactadas, con mayores lagunas jurídicas (un Magistrado de lo Contencioso-Administrativo llegó a reconocer que practica el “corta y pega” sin mayor dificultad ni remordimiento) e incluso con fallos de redacción que las hacen ininteligibles o peor aún, pasando de soslayo sobre el fondo del asunto; el hecho cierto es que en más de un 40% de las sentencias recurridas se falla en contra del criterio del juez de primera instancia. Los libros jurídicos escritos actualmente –sin restarles mérito a sus autores- se limitan a recopilar sentencias y leyes, sin profundizar en ideas nuevas o proponer pensamientos realmente críticos hacia el propio mundo jurídico.   El Espacio Europeo de Educación Superior es un riesgo añadido a lo que aquí estoy señalando. Aunque también sería una oportunidad, si hubiera otra tipología de profesor universitario, menos preocupado de sus sexenios y la “producción científica cuantitativa” que de dotarse de una excelente formación y la imprescindible capacidad para divulgarla. La “mercancía del conocimiento” que hoy se genera en la Universidad, consecuencia del mercantilismo de Bolonia, será una gran oportunidad profesional y creativa para las ramas del conocimiento de Ciencias, Ciencias de la Salud e Ingeniería y Arquitectura; empero, es un riesgo evidente para las ramas de Artes y Humanidades y Ciencias Sociales y Jurídicas, como muchos miembros de la Comunidad Universitaria (estudiantes, profesores, catedráticos y profesionales) han denunciado. El pensamiento humanístico (universal) que dio sentido a la Universidad, se predica con mayor intensidad de la ciencia jurídica que de la ingeniería, por ejemplo. Si como decía don Gregorio Marañón, quien solo sabe de medicina, ni medicina sabe, ¿qué no se habrá de expresar respecto al jurista? A diferencia de otras ramas del conocimiento, en la ciencia jurídica no existe el ámbito temporal ensayo/error, como sucede en Medicina, por ejemplo. En esta Ciencia, un ensayo clínico para un nuevo protocolo, para un nuevo medicamento o para una nueva técnica conlleva fases dialéctico-especulativa y empírica (fase de discusión, modelos de ordenador, ensayos controlados con animales, ensayos controlados con determinados tipos de personas y luego su aprobación superior, grosso modo), para alcanzar su finalidad práctica; y en numerosas ocasiones, con un grupo control de referencia. En Derecho esto no sirve. De la fases dialéctico-especulativa se ha de pasar necesariamente a la fase práctica; no se ensaya con ratones una Ley Tributaria, ni una nueva Constitución se establece en un territorio determinado dentro de la misma esfera de la soberanía (en Asturias sí, pero en Soria no, por ejemplo), ni un Decreto sobre selección de personal es de aplicación con posibilidad de retroacción prevista en el mismo y de aplicación a sujetos determinados tomando como referencia a un grupo control que se presenta al proceso selectivo pero no obtendrá plaza, o la misma es imaginaria; no existen placebos en el Derecho para especular con la Justicia.   Por ello es necesario una nueva estructuración de los estudios jurídicos en España, que permitan abrir la mente de los estudiantes de Derecho a otras ramas sociales, ampliarles las esferas de conocimiento jurídico a algo más que a las leyes y proyectos legislativos; que memoricen menos textos legales y piensen más en los criterios para la búsqueda de la Justicia o de sus argumentos jurídicos (que no legales).   Si no sucede así, las facultades de Derecho serán fábricas de Técnicos Superiores en Ciencia política y administración, en Trabajo Social, en Ciencias Jurídicas de las Administraciones Públicas, en Derecho más Dirección y Creación de Empresas,…   Entiendo perfectamente a aquellos que dicen que la Universidad debe estar conectada con el tejido empresarial y productivo del país. Es cierto. Pero no sólo con esto debe estar conectada. Y en el mundo del Derecho, al menos, la preparación ha de ser más amplia que la formación para ser un experto laboralista o un constitucionalista en la esfera profesional; con todo mi respeto para la Formación Profesional, un Técnico Superior en Formación Profesional podría llegar a cubrir ese espectro, pues la inteligencia media ciudadana y el conocimiento legislativo y jurisprudencial, al alcance de cualquiera gracias a las nuevas tecnologías, permiten destacar si el despido es procedente, improcedente o nulo, o entrar en la discusión de si España es un Estado Federal, descentralizado o el tertium genus autonómico que padecemos; los muchos tertulianos televisivos y radiofónicos son una buena muestra de ello.   La evolución científica del Derecho, en busca de la Justicia, no ha de quedar relegada a los estudios doctorales de los alumnos más o menos brillantes, al igual que la búsqueda de la curación de las enfermedades no queda reducida los laboratorios farmacéuticos. Un médico medianamente comprometido con su profesión se convierte no sólo en un sanador/expendedor de recetas, sino también en un miembro activo de la comunidad científica médica: Recoge y traslada resultados, participa en proyectos clínicos, prueba nuevos fármacos,… Nuestros jueces y abogados “de prestigio” se limitan, en la mayoría de los casos, a impartir cursos bien remunerados, algunas veces en horas de audiencia, sobre jurisprudencia o legislación; ni siquiera se evalúa la calidad de lo expuesto o del ponente (¿cuáles son los motivos de elección de los profesores de las Escuelas de Práctica Jurídica?). Si los que están en el día a día de la realidad socio-jurídica no son capaces de proyectar esa realidad a su diario quehacer jurídico, la propia ciencia va degenerando y con ella, todo el sistema político y económico a los que sustenta protege y de los que se nutre. Si el pilar básico más importante para el desarrollo económico es la seguridad jurídica, cuanto más se perfeccione la segunda, más resistente será el pilar que sustenta al primero.

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