Nacimiento en Las Catedrales (foto: Óscar) Ciudadano de adviento Estaba de pie, mirando por la ventana. No quería nacer. Se encontraba cómodo enterrado junto a su familia, un compañero de cervezas, una amante y el perro que lo esperaba siempre contento en el jardín. Estaba bien sabiendo que los carteles que tanto le gustaron seguían ahí: Mona Lisa y Clark Gable, Betty Boop, Ana Arendt, el Gran Dictador. No le importaba seguir acompañando por toda la eternidad al soldado desconocido y no le producía insomnio haber desperdiciado su brillantez original en las respuestas de Trivial, la taxonomía Ikea, el camino hacia el funcionalato y en el cuidado meticuloso del radio de acción que podía abarcar, su jardín ético.   El arcángel podría volver cien veces más a comunicarle que el bautismo de la libertad está cerca, pero no se movería de allí mismo, no levantaría los codos del alféizar. Nadie debía salvarlo de lo que él mismo había escogido, nadie tiene derecho a hacer algo así. Su resurrección civil no provenía de la obsoleta, decimonónica rebeldía política, sino de la blogosfera, donde no hay Estados, ni sólidos, ni líquidos, ni gaseosos. Y sabía de lo que hablaba, esa sencilla ocurrencia había supuesto el reconocimiento unánime de su talento en Internet y millones de visitas a su página personal.   El mensajero de Dios habíale dicho que cuanto más alto subiera en el escalafón intelectual de la sociedad corrompida por los pecadores, menos permeable sería a la verdad y a la belleza, y más consideraría una necesidad para la propia afirmación el desprecio previo, pero él no había permitido revelar a su rostro el menor atisbo de turbación: soy ateo, llegó a espetarle al plumífero. El maldito ángel de la libertad había invadido su intimidad para anunciar una llegada, diciendo que estaba lleno de gracia. Impertinente, impertinente, impertinente.

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