A nadie parece ya importarle mucho la esencia de las cosas, aquello que permanece en el ser y sin lo que el ser ya no lo sería. Tampoco a nadie parece importarle mucho el fundamento de nada, aquello que está en la base y sustenta una construcción. Y a nadie parecen importarle mucho las raíces, el origen de lo desarrollado, esto es, su procedencia y su historia.

Y esto sucede porque en el centro del pensamiento no tenemos ya la realidad, el ser, lo que las cosas son. El centro se ha desplazado al deber ser. Y debe ser cuanto queramos. Y querremos según sintamos. Por eso, ese cambio del ser, de la realidad, al sentir, a la ingeniería social.

Ya no me defino por una realidad objetiva, sino por lo que decida según me sienta. Del ser al sentir. De la realidad dada a la construcción de mi voluntad. De lo objetivo al más puro subjetivismo.

El giro antropocéntrico que desplazó al teocentrismo finalmente ha descarrilado en la postmodernidad. Falto de referencias fijas, de Dios, de la tradición, de la historia, se impone el adanismo. Como nuevo Adán el hombre se piensa capaz de construirlo todo, con desprecio de la realidad misma del hombre, de su historia y de toda cultura.

Así, despreciando todo lo anterior, hace tabula rasa, y crea arte sin apoyo en el arte que le precedió. Lo único que importa es la actualidad de las cosas. Su valor está en la novedad.

Ya ni una novela de los setenta, ni una canción de los ochenta, ni una película de los noventa… Todo está felizmente superado por la inmediatez del presente. Presente que mañana será visto como ayer, como pasado, y superado por una nueva novedad.

Y este ritmo, cada vez más trepidante, reactiva e incentiva la producción cultural, que ya no es sino un bien de consumo más. Aunque más bien podría decirse que es un mal de consumo.

El arte, así, desprovisto del referente de la belleza no aspira ya a lo sublime, sino que, apoyado en la urgencia de la innovación y con la motivación de epatar, no busca otra cosa que producir rentabilidad económica en el mercado especulativo del arte. Y así el arte se aleja, por una parte, de lo eterno para reinar por un momento en el mundo de lo efímero y, por otra, se aleja del reino del espíritu para entregarse al dios dinero.

Igualmente sucede con el pensamiento político. Aquí tampoco pretende ya nadie otear la realidad alzado a hombros de los gigantes que les precedieron. Lo que se busca, bajo la égida del mito del progreso perpetuo, es avanzar siempre en la novedad, pasmar al consumidor con la innovación, ser lo ultimísimo.

Nosotros tenemos una teoría política, la que Trevijano nos enseñó. Y tenemos la organización que él nos dejó. Seremos enanos del pensamiento, pero vamos alzados sobre los hombros de los más grandes pensadores. Somos el fruto de toda una historia del pensamiento y de la acción política.

Y por buscar lo esencial nos podrán llamar esencialistas.

Y por ir a las mismas raíces de las cosas nos tacharán de radicales.

Y por conocer y defender los fundamentos de la democracia nos llamarán fundamentalistas.

Sí, aunque paradójicamente la acusación ahora no es nada novedosa, somos radicales, puesto que reconocemos nuestras raíces. Somos fundamentalistas, defensores de los fundamentos que necesariamente posibilitan la democracia. Y somos realistas, y por eso queremos ver la realidad tal como es. Y desde esa realidad llevar a la nación española a la conquista de la libertad política que pueda fundamentar y ser la raíz de la democracia.

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