El Tribunal Supremo se ha sumado a las peticiones de consenso para que se acometa  la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). La Sala de Gobierno del Alto Tribunal se ha dirigido al órgano rector para trasladarle su «preocupación» por las «perniciosas consecuencias, ya graves en el futuro próximo»que provocará la falta de renovación. En la actualidad existen doce vacantes de magistrados en el propio Supremo que no podrán ser renovadas por la reforma que, en abril de este año, aprobaron PSOE y Podemos y que prohíbe al Consejo hacer nombramientos estando en funciones.

Ya entonces, el CGPJ advertía de que esa reforma podía llevar a la «indeseable consecuencia de la atrofia y la paralización al verse el CGPJ privado de la posibilidad de ejercer sus facultades». Resulta cuanto menos curioso que estas advertencias se realicen por el Tribunal Supremo, cuyo Presidente lo es a la vez del CGPJ. Es decir, la máxima autoridad del órgano requirente y el requerido es la misma.

Estamos ante una situación de parálisis provocada por los propios partidos para forzar el consenso que afecta no ya al Gobierno de la Justicia sino al normal funcionamiento de los órganos jurisdiccionales.

Con este chantaje que sólo sufren los justiciables se pone a las claras que la sustitución por la clase política de unos vocales del CGPJ por otros no constituye renovación alguna de la Justicia, sólo mera novación formal. Privados de la independencia del poder político que los escoge por origen y naturaleza de su designación, cualquier cambio de sus titulares se reduce a un simple cambio de cromos.

Esa extorsión a manos de los partidos gobernantes sólo tiene parangón en la postura  obtusa de la oposición que pretende que se reduzca el nombramiento del Gobierno de la justicia a una elección exclusivamente entre jueces. Las conductas corporativas de mutua protección tienen precisamente su origen en la institución de un CGPJ que es sínodo de la elite judicial partidista. Así, sus miembros son simples jueces (o no) del partido al que son afectos, rigiéndose su actuación no sólo por la regla de la obediencia debida al que les elige, sino también —y en cuanto a su funcionamiento ordinario— por el consenso con los de la facción rival, dejando fuera de sus decisiones al mundo jurídico que gobiernan.

Más al contrario, la elección de un Consejo de Justicia elegido por un cuerpo electoral propio y también separado, acaba con toda posibilidad de corporativismo, ya que, al integrar como electores y elegibles a todos los operadores jurídicos, desaparece cualquier interés común susceptible de reciprocidad, a la par que las élites judiciales se convierten en minoría.

De ese cuerpo electoral separado formado también por fiscales, letrados de la administración de justicia, tramitadores y funcionarios de auxilio, abogados, procuradores, notarios, registradores y catedráticos de Derecho, entre otros operadores jurídicos, saldría elegido un presidente del Consejo de Justicia, órgano que sí sería General al integrar no sólo a jueces y magistrados sino también a los restantes implicados en el quehacer diario de la Justicia y que son franca mayoría, resultando imposible cualquier comportamiento corporativista por razón de su función jurisdiccional.

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