Imaginen un país cuya autoridad pública decide construir un nuevo aeropuerto en la capital, para ampliar o cerrar otros que se han quedado pequeños. Comienzan las obras, con la parafernalia habitual de políticos y altos cargos posando para la posteridad con casco y pala. Licitan las mayores constructoras del país, los proveedores líder de sistemas, material, infraestructura y seguridad, y al principio todo va sobre ruedas. Al cabo de algún tiempo, sin embargo, comienza a haber problemas: averías, mala planificación de la red antiincendios, ineficiencia, corrupción… El gran proyecto embarranca y comienza a sufrir retrasos. Habiendo comenzado en 2006, se esperaba abrir al tráfico en 2009. La inauguración se pospone primeramente hasta 2011. Después hasta 2013. Luego, una sucesión de circunstancias adversas y fallos sistémicos hace que el aeropuerto no llegue jamás a funcionar. Estamos en 2019 y las reparaciones continúan. El presupuesto inicial se ha multiplicado por seis, y todavía no hay fecha para que aterrice el primer avión.
Y ahora viene la pregunta: ¿qué país es el escenario de tan ciclópea charranada? Si estaban pensando en España, no han acertado. Aquí se despilfarraron miles de millones en aeropuertos de provincia, pero si alguno de ellos no ha llegado a funcionar después de la fecha prevista, fue por falta de tráfico, no porque las instalaciones no sirvieran. Tampoco estamos hablando de países africanos ni de ninguna república de Latinoamérica. El fiasco urbanístico y organizativo al que me refiero es el proyecto del nuevo Aeropuerto de Berlín-Brandenburgo, en la República Federal de Alemania. Difícil de creer, ¿verdad? Los alemanes tuvieron desde siempre esa fama de metódicos, eficaces y bien organizados en todo lo que hacen. Resulta difícil imaginarlos haciéndonos la competencia en el terreno de la chapuza. Pero ahí están los hechos. Y como se trata de sesudos y consecuentes teutones, una vez puestos a la faena de cagarla, hasta en eso nos ganan por goleada. El Aeropuerto de Berlín-Brandenburgo pasará a la historia como uno de los desastres inmobiliarios más colosales de todos los tiempos.
Podría parecer que estamos hablando de una dolorosa excepción, y tomar a tres o cuatro politicastros regionales, de esos que proliferan como hongos en el sistema de partidos, para convertirlos en chivo expiatorio. Pero si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que el mal está mucho más extendido de lo que pensamos: ahí está por ejemplo el escándalo del diésel en las grandes marcas del automóvil alemán, la megalómana envainada del Airbus A380, el recochineo con el que los Cinco Sabios y los mercados financieros reciben la propuesta de fusión entre esos dos grandes montones de basura que hoy son el Deutsche Bank y el Commerzbank, y otros muchos casos que podrán sorprender a quien todavía tiene de los alemanes la imagen tópica de otros tiempos, pero no a quien lleve algún tiempo siguiendo la actualidad del país germano a través de revistas como Der Spiegel y otros medios.
Llegados a este punto, supongo que no hace falta hablar de otros temas como la delicada situación de las cajas de ahorros alemanas, el problema de los refugiados, la crisis demográfica o la desestabilización producida por el auge de los partidos de extrema derecha. En otro tiempo Alemania nos parecía un país interesante como referencia de comparación y modelo, porque era todo lo contrario al nuestro. Aun no estamos preparados para asimilar la idea de que comienza a parecerse a España más de lo que estaríamos dispuestos a aceptar.
Como los españoles somos por naturaleza generosos de espíritu y menos dados a disfrutar con la desgracia ajena que, entre otros, los propios alemanes, el asunto no nos regocija en absoluto. Y hacemos bien en mantenernos circunspectos, ya que las causas que están llevando a Alemania al despeñadero son las mismas que desde hace décadas intentan hundir a la nación española, sin demasiado éxito, por cierto, probablemente debido a la resiliencia y a la enorme capacidad para resistir el sufrimiento adquiridos durante las largas centurias de declive de los países latinos. Hablamos de lacras que nos son conocidas: pérdida de los valores tradicionales de la austeridad, la disciplina, el espíritu cívico y el amor al trabajo; el materialismo y la insolidaridad de la vida moderna y, sobre todo, el ascenso imparable del Estado de Partidos, esa especie de Moloc babilónico que se mantiene en pie a base de utilizar a la sociedad civil como combustible en sus hornos.
Si Alemania no es lo que era, y cada vez se parece más a España, no es solo porque se haya cansado de ser una nación puntera. Menos aun porque nosotros le estemos contagiando la pereza y la negligencia típicas de las sociedades mediterráneas. Los déficits democráticos, la confusión de los poderes del Estado y el sojuzgamiento sistemático de la sociedad civil a los fines de una casta de políticos profesionales que manejan a su conveniencia los asuntos públicos y la economía de las naciones tienen también que ver. El hecho de que estos fenómenos de decadencia se manifiesten ahora, después de tantas décadas de institucionalizado éxito, se debe a circunstancias históricas. La democracia alemana surgió en 1949, al igual que la española muchos años después, no como resultado de un proceso constituyente y libre, sino por presión de intereses establecidos y las conveniencias estratégicas de la Guerra Fría. Por un tiempo todo eso funcionó bien porque no había alternativa. Pero una vez terminado el conflicto entre estados Unidos y la URSS tras el hundimiento del bloque soviético, era de esperar que aflorasen todas las deficiencias de diseño.
Ahí es donde Alemania se encuentra ahora: en los umbrales de una nueva era, que sucede al colapso de la socialdemocracia, haciendo frente a los desafíos derivados de la digitalización, el envejecimiento poblacional, la crisis financiera y el desgaste de las clases medias. Si el aeropuerto de Berlín-Brandenburgo fuera el peor de sus problemas, Alemania podría considerarse satisfecha. Pero esa obra gigantesca, al igual que el mercado inmobiliario español o el Valle de los Caídos, no es más que una metáfora. Gestionar una ruina urbanística tras otra no resuelve los problemas de la nación. Otra costumbre muy española, dicho sea de paso: aliviar los síntomas, dejando ad kalendas graecas el tratamiento eficaz de los síntomas. En el futuro será necesario atender a unas tareas de reforma mucho más profundas y ambiciosas que las que pueda resolver un equipo de tecnócratas provisto de medios y un buen software de gestión de proyectos. Y esto vale tanto para Alemania como para España.

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí