Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu (1689-1755).

«Montesquieu ha muerto» dijo, hace ya algunos años, el inefable Alfonso Guerra y todos nos llevamos las manos a la cabeza. Unos, los más, porque creyeron apócrifa tal aseveración, y otros, los menos, porque comprendimos que no estábamos solos en esa trinchera del pensamiento político —a sabiendas, por supuesto, de que el eterno segundón utilizó la expresión únicamente para su proyección mediática, su gran habilidad política—. 

Porque, si aceptamos el hecho de que Montesquieu fue el padre de lo que hoy conocemos como separación de poderes, debemos entonces aceptar la realidad de que su concepto murió hace ya muchos años en Europa, si es que alguna vez llegó a existir en la praxis política continental.

Lo único cierto es que en la actualidad no existe separación de poderes en ninguna mal llamada democracia europea y, ni mucho menos, en ésta, nuestra España, donde mantenemos viva la llama de las mentiras repetidas que acaban convirtiéndose en verdad aceptada —sin que por ello se conviertan en verdad—.

Montesquieu nos venía  a decir, allá por el siglo XVIII, que la separación de poderes debería de consistir en un poder legislativo, que se encargaría de dictar las leyes, y en un poder ejecutivo, cuya misión sería la ejecución de dichas leyes, separados en origen y enfrentados. Asimismo, existiría un poder judicial independiente, que velaría por el cumplimiento de dichas leyes, si bien consideró que dicho poder era casi nulo pues lo fundamental era que la justicia fuera independiente en el ejercicio de sus funciones.

Bien, intentemos ahora analizar lo que nos encontramos en todas las partidocracias europeas, en general, y en la española, en particular.

El presidente de un partido político cualquiera elige los nombres que entran en la lista que luego es presentada a los votantes. Se trata, por lo tanto, de una lista cerrada de personas que rinden pleitesía al jefe que los han incluido en la misma. A continuación, la nación vota y dota de mayorías a un partido político o a otro. Imaginemos que la mayoría la consigue un partido en concreto, con lo que dicho partido tendrá la mayoría, absoluta o no, en el Parlamento (poder legislativo). Y, finalmente, dicho Parlamento elige al Gobierno (poder ejecutivo), con lo que elegirá, lógicamente, al presidente del partido mayoritario en la cámara.

Por tanto, lo que en apariencia se presenta como una separación de poderes entre el poder ejecutivo y el poder legislativo se convierte en una zafia pantomima, de manera que el poder ejecutivo, antes de ser constituido como tal, nombra a los miembros que formarán parte del poder legislativo, teniendo así el control sobre él. Y ello es así porque la separación de funciones no garantiza la existencia de la separación de poderes.

Es decir, tenemos un poder ejecutivo que domina al poder legislativo. Imposible, con lo cual, que haya separación de poderes.

Pero, espera, que aún hay más. Recuerda que te hablaba del poder —o, más bien, facultad— judicial, que debía ser independiente para garantizar el cumplimiento de las leyes. Pues hete tú aquí que nuestra legislación establece que los miembros de su órgano gestor, que es el Consejo General del Poder Judicial, son elegidos, ¿estás preparado?, sí, ¡acertaste!, por el poder legislativo.

Resumiendo, tenemos un poder ejecutivo, que en la práctica, elige al poder legislativo que, a su vez, se encarga de elegir al poder judicial. Lo que viene a ser «un anillo para gobernarlos a todos».

Por otro lado, si bien algunos dicen de forma un tanto coloquial que la prensa conforma un cuarto poder, la realidad es que los grandes medios de comunicación en España bailan al son de la música de quienes les pagan. Por ello, están al servicio del poder ejecutivo y/o de los denominados poderes fácticos. Sea como sea, lo que está claro es que no son independientes.

En definitiva, Alfonso Guerra tenía razón: Montesquieu ha muerto, al menos en Europa. La salvaguardia de la separación de poderes es la gran mentira que nos han contado por estos lares y nosotros, como súbditos, nos la hemos creído para vivir felices en nuestro Matrix particular. A lo mejor si tomáramos nota del sistema político estadounidense podríamos aprender algunas lecciones.

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