Como meros espectadores contemplamos un partido de fútbol. No tenemos control alguno sobre el resultado, las jugadas o los traspasos de los jugadores de un club a otro. Sólo podemos actuar como observadores y, por supuesto, opinar. A ninguno de ellos les va ni les viene nuestro apoyo o nuestra crítica. Son ajenos, o por lo menos indemnes, tanto a las más apasionadas loas como a los denuestos más injuriantes.

Y aun así lo necesitan: necesitan a esos hinchas que llenan el estadio y compran su merchandising, que se peinan como ellos, que incluso lesionan o reciben lesiones en nombre de su equipo… Porque sin ellos, ¿dónde estarían? ¿Qué sería de ese gran negocio que mueve millones y remueve pasiones? ¿Qué ocurriría si la sociedad comenzase a percibir como algo irrisorio la imagen de once millonarios en pantalón corto dando pataditas a un balón?

Como meros espectadores contemplamos el juego político. No tenemos control alguno sobre las leyes que se promulgan, los pactos o los cambios de los políticos de un partido a otro. Como en el caso del fútbol, sólo podemos observar, y opinar. Pero a diferencia de un partido de fútbol, que podemos ignorar sin consecuencia alguna, a los otros partidos no podemos sublimarlos puesto que, nos guste o no, y a pesar del nulo control que ejercemos sobre sus acciones, éstas tienen continuas consecuencias sobre un cada vez más amplio espectro de nuestra existencia.

La hegemonía del poder ejecutivo se hace cada vez más patente. Las descontroladas subidas de la luz o los continuos cambios en leyes tan importantes como los del ámbito educativo son cosa sabida (y tolerada) por todos. Pero hay mucho más.

Menos conocido, por ejemplo, es lo que está ocurriendo en el seno del Consejo General del Poder Judicial (en adelante CGPJ), que es el órgano de gobierno del denominado poder judicial español. Una de sus funciones más importantes es, supuestamente, la de salvaguardar la independencia de los jueces. Pero resulta que el presidente del CGPJ es a su vez el presidente del Tribunal Supremo (TS). Vaya…

El CGPJ está formado por 20 vocales, elegidos por el Congreso y el Senado. Es decir, el poder legislativo va a elegir a las personas responsables, en principio, de la independencia judicial. Estos vocales, según la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), son nombrados por un período de cinco años. Pero resulta que actualmente hace más de diez que no se renuevan, por falta de acuerdo entre el Gobierno y la oposición (aquí tenemos ya a la Trinidad al completo con la entrada del poder ejecutivo). Para rizar el rizo, nos encontramos con que se han sacado la «solución» de la manga a falta de consenso (y mira que les gusta)con la introducción de nuevo articulado en la LOPJ, concretamente el artículo 570 bis que comienza así:

1. Cuando, por no haberse producido su renovación en el plazo legalmente previsto, el Consejo General del Poder Judicial entre en funciones (…)

Matar moscas a cañonazos, ni más ni menos. Elaborar una Ley Orgánica para modificar otra porque los partidos políticos no se ponen de acuerdo entre sí sobre la cuota de control que van a ejercer cada uno sobre el poder judicial.

Y eso no es todo. Pasemos ahora a una figura muy curiosa, la de la extradición pasiva. Existen dos tipos de extradición: la activa, por la cual España solicita a otro Estado la entrega de una persona, y la pasiva, cuando se solicita del Estado español la puesta a disposición de un sujeto por parte de otro Estado.

El primer caso lo encontramos regulado en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim), en los artículos que van del 824 al 833. El juez o tribunal que conoce del asunto es el competente para solicitarla. Uno de los requisitos necesarios es que se haya dictado un auto de entrada en prisión o una sentencia firme de condena.

Para agilizar este procedimiento, y en el marco de la Unión Europea, se ha puesto en marcha una figura llamada Orden Europea de Detención y Entrega (OEDE) o Euro-orden. Para emitirla será competente, de nuevo, el juez o tribunal que conozca o haya conocido la causa.

Como podemos observar, en el caso de la extradición activa nos encontramos ante un proceso primordialmente judicial. De hecho, la Ley 23/2014, de 20 de noviembre, de reconocimiento mutuo de resoluciones penales en la Unión Europea, que es la que  actualmente regula este instrumento, nos dice que las decisiones han de ser adoptadas exclusivamente por las autoridades judiciales sin influencia política alguna.

Por otra parte, cuando analizamos la figura de la extradición pasiva, el escenario es bien distinto. Lo primero, su regulación, por no estar en una ley procesal como en el caso anterior, sino en la Ley 4/1985 de 21 de marzo, de Extradición pasiva. Se trata de una ley ordinaria, no orgánica, a pesar de tratar sobre un derecho fundamental como es la libertad.

Esta ley ya en su preámbulo nos confiesa que mantiene el mismo principio que su predecesora, la Ley de 26 de diciembre de 1958, en cuanto a entender la extradición pasiva como un acto de soberanía nacional en relación con otros Estados y, por lo tanto, función del ejecutivo.

A partir de aquí la cosa se pone aún más divertida puesto que el procedimiento, y sobre todo la decisión, pasa de las manos de los jueces a las garras de los políticos.

En la primera fase, en vista de la solicitud del Estado requirente, es el Gobierno quien decide si le da o no continuidad. Pasada esta fase y ya en los Tribunales, se pone en marcha la maquinaria judicial —donde hasta el último auxiliar tiene conocimientos de derecho procesal y ha tenido que pasar por unas duras oposiciones para llegar a donde está—. Pero de ahí vuelve al Gobierno para la última fase, en la cual la decisión de entregar o no a la persona reclamada es tomada por individuos cuyo único requisito ha sido el de tener el DNI en vigor.

Sin ningún tipo de pudor nos anuncia la Ley que «la resolución del Tribunal declarando procedente la extradición no será vinculante para el Gobierno, que podrá denegarla en el ejercicio de la soberanía nacional, atendiendo al principio de reciprocidad o a razones de seguridad, orden público o demás intereses esenciales para España. Contra lo acordado por el Gobierno no cabrá recurso alguno».

Como si fuese posible justificar esta injerencia del poder ejecutivo. Otra más. Sólo en una oligarquía de partidos se permite el flagrante incumplimiento de las resoluciones judiciales.

Incluso los encuentros futbolísticos cuentan con árbitros. ¿Por qué la política no los tiene? Es imposible ser juez y parte, estar en misa y repicando.

Tal vez una mañana nos despertemos para comprobar como la sociedad ve como algo no irrisorio, sino más bien alarmante e intolerable, la imagen de unos millonarios en traje y corbata haciendo pajaritas de papel en el Congreso.

Yo de momento cuando empieza la liga apago la tele… y cuando llaman a las urnas rompo mi voto.

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