El jefe de la diplomacia británica, el viejo zorro William Hague, marginado del Foreign Office durante la última etapa mediocre del laborismo, trabaja con un frenesí lleno de inteligencia por todo el mundo. Desde su nombramiento como Secretario del Foreign Office ha estado ya en sesenta países, restaurando el prestigio internacional del Reino Unido. Bajo su mando la diplomacia británica en Somalia está haciendo lo que ha sido incapaz de hacer en los dos últimos años la diplomacia americana, imposibilitar que Al-Qaeda encuentre allí un seguro refugio que comparta con piratas y bandas de secuestradores. En la actualidad, William Hagues está pilotando un plan de rescate para este estado fracasado, con el que evitar los problemas antes de que afloren e impedir que Somalia se convierta en la metrópoli del imperio terrorista. Se sabe que al-Qaeda lleva años pretendiendo enseñorearse de la Administración somalí para desde allí, como cabeza de puente, poder atacar con seguridad el mundo occidental. Aunque el pensamiento británico trajo al mundo el veneno del empirismo moral ( el subjetivismo amoral Hobbes ), con algunas concesiones éticas a la simpatía de algunos hacia los hombres ( el escocés Hume ), ha posibilitado, sin embargo, que gracias a su moral siempre interesada, su política exterior ha garantizado, paradójicamente, la existencia de las éticas formales en Occidente, base moral y motor de nuestra libertad política y de nuestro bienestar ( objetivamente el de mayor calidad – espiritual y material – en relación con los demás países del mundo ).

Pero el mayor problema que hoy tiene el mundo a juicio de William Hague es la amenaza real de Irán, potencia petrolera con fundadas posibilidades de contar con armamento nuclear en los próximos meses si el ejército de Israel no lo impide. Incluso el servicio de inteligencia israelí considera que sólo quedan cuatro semanas para resolver esta crisis atómica con bombardeos aéreos, dado que dentro de un mes las instalaciones que construyan el armamento atómico estarán sitas en subterráneos a muchas decenas de metros de profundidad. Israel tendrá que acometer la acción militar en breve si no lo hacen los tibios EEUU de Obama. Y es seguro que aunque después de la acción “salvadora” de Israel ( o de EEUU ) ninguna democracia occidental aprobará ni desaprobará públicamente esta acción militar – que probablemente podrá conllevar centenares de muertos iraníes -, con todo, en privado todas las democracias brindarán con champagne por una acción que asegura la continuidad de la existencia de nuestras éticas formales y nuestro estilo de vida liberal.

No cabe duda de que esta acción liberadora podría suponer un fariseísmo paradójico, o cínico amoralismo, desde el punto de vista de la filosofía moral que sostiene Occidente, pero sólo es aparente. Es sólo aparente porque tiene que ver con el conocido principio del doble efecto. Los efectos secundarios de nuestra conducta no pueden confundirse con los medios ( o fines subordinados ) de que nos valemos para alcanzar un fin ( último ). No se trata de exonerar al sujeto ( Occidente ) de toda responsabilidad por los efectos secundarios de su conducta, sino de señalar ( de acuerdo con el tradicional y citado principio del doble efecto ) condiciones en las que no se puede imputar al agente ciertos costes de su conducta. La prevalencia de nuestra ética de valores, sostén de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, exigiría y explicaría la acción israelí. Y nuestra moral objetiva nos impide renunciar a la universalidad de las normas morales. Es un hecho que un fanático con instinto destructivo e infinito odio a Occidente ( véanse los discursos de los dirigentes iraníes ), que está a punto de poseer armamento nuclear, debe ser neutralizado, de suerte que conjuremos el peligro inminente. Cualquier supuesto extrinsecista, verdadero nervio vital del relativismo, debe ser desechado en esta coyuntura moral. Al juzgar justa o buena esta acción preventiva no la investimos de una cualidad que ella no poseyera anteriormente, sino que reconocemos que la acción posee esa cualidad y que la posee con independencia de que nosotros así lo juzguemos. El relativismo irresponsable ( Sr. Moratinos y su respeto a los contextos históricos y sociales ) desconoce estos hechos evidentes y por ello atribuye propiedades mágicas al juicio moral socialmente ( internacionalmente ) dominante: la realidad sobre la que versa este juicio se tornaría ora justa ora injusta conforme el sentir mayoritario se fuera modificando, cosa con la que también estaría de acuerdo el utilitarismo de Jeremy Bentham, para quien el número más grande de felices impone la idea moral ( everybody to count for one, and nobody for more than one ). Pero esto es tan inaceptable como sostener que la Tierra se volvería plana si todos diéramos en pensar que efectivamente lo es. Existe el mal intrínseco, ajeno a cualquier contexto, como el bien intrínseco.

Cuando la diplomacia queda exhausta, agotada, se recurre a la fuerza para salvar la justicia y el saber moral espontáneo. A los utilitaristas les puede parecer esto una exageración moral, un frenesí ético expresado en la sentencia “fiat iustitia, ruat caelum”. Pero el utilitarismo es una de esas doctrinas arbitrarias, y lo es precisamente por desentenderse de muchos elementos irrenunciables de la moral espontánea. La ética que degrada a los seres humanos a la condición de meros medios, a la condición de peones de ajedrez hábilmente manejados por el ingeniero social encargado de promover la felicidad colectiva ( llámese Papa o Ayatolha, Secretario General o Fuhrer ), esa ética no está reformando la moral recibida, sino sustituyéndola por una enteramente nueva. Y esto la vuelve incontrolable y, por ello mismo, inmoral.

No obstante, todos confiamos en que triunfe la diplomacia del bien sobre el mal del resentimiento ( A Nietzsche debemos el descubrimiento del resentimiento como factor distorsionador del conocimiento moral espontáneo. Y este tema fue tratado de manera magistral por Max Scheler en su obra El resentimiento en la moral ). Gracias a Dios o a Alá, el pueblo iraní, como todos los pueblos sanos de la Tierra, no tiene cegada su penetrante intuición, que naturalmente le hace perseguir el bien, la verdad y la belleza.

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