Escribe el historiador Norman Davies que la conducta de las grandes dinastías gobernantes de la Europa medieval puede ser comparada a la de las grandes corporaciones multinacionales modernas. Formadas en la oscuridad de algún remanso provincial de Francia o de Alemania, los Hautevilles, Hohenstaufen, Luxemburgos, Angevinos, Habsburgos y Borbones, expandieron gradualmente sus tentáculos hasta cada rincón del continente. Con el hábil uso de la diplomacia, la guerra, los matrimonios de conveniencia, y el dinero, así como con la juiciosa diversificación de sus negocios, adquirieron y cedieron tierras, tronos y títulos con el mismo sentido infalible de autoengrandecimiento que guía a los grandes imperios de hoy en día para negociar con acciones, activos y empresas. Sus operaciones trascendieron y trascienden las fronteras de la autoridad política y por lo general pasaron y pasan por encima de las objeciones de los gobernantes locales o de los competidores con total impunidad.

En la España del siglo XXI, después de varias entradas y salidas, vuelve una de esas antiguas dinastías multinacionales a ocupar el trono gracias a una hábil maniobra de uno de sus príncipes quién aprovechando la oportunidad que le brindaba un dictador monárquico vencedor en una guerra civil, se saltó la voluntad del pueblo español junto a los derechos dinásticos para ocupar una jefatura del estado para la que no fue elegido, so pretexto de salvar a la monarquía –aún consciente de que una monarquía sin honor no es digna de ser coronada-.

Dado que el pueblo español salía soñoliento de cuarenta años de dictadura, preso de antiguos fantasmas agitados por personajes de espúreos intereses, y con un miedo cerval a ser dueños y responsables de su libertad por su comprensible analfabetismo en lo político, cayó en la trampa y se dejó hacer. Conquistó las libertades civiles creyendo que alcanzaba así la democracia pero renunció sin saberlo a la democracia formal, la que es verdaderamente representativa y que instituye una separación de poderes en orígen. Ese pueblo adolescente fue a la vez traicionado por los jefes de los partidos políticos: unos recientemente legalizados como el PCE, y otros ya tolerados y protegidos durante el régimen de Franco con el intocable Isidoro a la cabeza del PSOE, quienes tras pisar moqueta olvidaron el compromiso de ruptura previamente firmado ante Don Antonio García Trevijano.

No obstante, de un tiempo a esta parte se respira en el ambiente más animadversión hacia los asuntos de la Casa Real de la que suele ser normal en los medios afectos al régimen. Si bien los que son tradicionalmente antimonárquicos están encontrando más motivos que los políticos en puridad para atacar a la monarquía – véase el reciente escándalo que afecta al yerno del rey, o las declaraciones del antiguo embajador Alemán sobre la actitud del rey hacia los golpistas del 23 F- no es menos cierto que incluso los indivíduos más juancarlistas pero no por ello tradicionalmente monárquicos, están comenzando a dudar de la benevolencia de Juan Carlos I y de la conveniencia para el bien de España de la permanencia de la monarquía actual como forma de estado.

De manera repentina los españoles despiertan de su sueño de inmadurez, prolongado quizá en demasía por la última época de postiza bonanza económica, finiquitada hace ya un lustro y zarandeados hoy por una dura realidad de paro y de crisis para darse cuenta de que algo va tremendamente mal en esta monarquía de partidos, incapaz de dirigir los destinos de España y rehén de los diecisiete miniestados autonómicos.

Toda ésta concatenación de factores hace que la monarquía en España se tambalee junto a la economía, como se tambalearon las monarquías de sus antecesores en el trono para dar lugar a otros regímenes, y dado que parece claro que Juan Carlos I no va a abdicar, y que su heredero no renunciaría a la Jefatura del Estado, la salida más honorable y patriótica que podría tener la casa Borbón para restaurar mínimamente su maltrecho honor, sería la de aceptar la convocatoria de un periodo de libertad constituyente, y a través de un referéndum preguntar a los españoles cuál es la forma de estado que prefieren.

Estoy seguro que una vez que el rey, su hijo, o quién la Casa Real designase formase su partido político, para lo que no les faltan fondos ni les faltarán apoyos, y al igual que hizo en Bulgaria el Movimiento Nacional para la Libertad y el Progreso liderado por Simeón de Sajonia Coburgo-Gotha (Simeón II de Bulgaria), podrían concurrir a unas elecciones legislativas y conseguir una mayoría que les permitiese gobernar si así lo quieren los españoles, y más tarde proponer si así lo deseasen y no hubieren renunciado a sus legítimos derechos a la corona, una restauración monárquica.

Fotografía de diario femenino

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