La crítica de los sindicatos estatales y de parte de la izquierda social a la reforma constitucional pactada entre los dos grandes partidos de estado viene a reconocer implícitamente la legitimidad y vigencia de la constitución de 1.798. Por un lado se critica la reforma en cuanto método y formas empleadas y por otro, en cuanto al fondo, por cuanto ataca previos contenidos de carácter social recogidos en el texto reformado. En ambos casos tal fundamentación obstativa significa al fin y al cabo asumir que sin ésta reforma la constitución no solo es válida sino legítima, y que el nuevo consenso de los partidos de estado la devalúan con agresiones de forma y fondo. El infantilismo alcanza cotas inimaginables al asirse al referéndum como única forma posible de alcanzar esa imposible legitimidad. ¿Acaso de votarse la reforma y obtenerse un resultado favorable se revestiría de legitimidad constitucional a su contenido? Es tan ilegítimo constreñir vía reforma constitucional el gasto de futuros gobiernos como obligarles a incurrir en un nivel de gasto mínimo.   La superficialidad de criticar la reforma por su forma y contenido invocando los derechos recogidos en la propia constitución es legitimar al texto en sus restantes previsiones y aún la ausencia de periodo constituyente en nuestro país. La crítica desde el punto de vista de la democracia formal es mucho más profunda al partir de la recusación integral de esta constitución al no constituir nada ya que no separa en origen los poderes estatales ni instituye principio representativo en modo alguno. Porque esa y no otra es la función de una constitución. La introducción en la misma de catálogos sin fin de derechos individuales o sociales significa mezclar continente y contenido, lo político y la política. De ahí la añadida inutilidad de la reforma que deja a la regulación por Ley Orgánica su propia efectividad dependiendo del gobierno turnante y en todo caso, de potencias extranjeras. Inutilidad que fácilmente se comprende si se atiende a la finalidad última de la reforma que es evitar desastrosas cuentas públicas, como las del último ejercicio. Entre los años 2.004 y 2.007 en que la prosperidad económica era un espejismo, el Gobierno alcanzaba el deseado superávit presupuestario fruto de esa misma ilusión. Declarada oficialmente la crisis se acudió al déficit como solución y todo sigue igual. Pues bien, teniendo en cuenta el contenido de la reforma, este último déficit, al encontrarnos en recesión tendría también apoyo constitucional en el nuevo artículo 135. ¿Cuál es la diferencia?   En esta continua mentira, que es crimen sobre crimen, lo programático se convierte en excepción a la regla general en esa ceremonia de la confusión que es mezclar programas de derechos con la constitución política del Estado. Listados consensuados por las pretensiones de las ideologías se suman en articulados tan extensos como ininteligibles e inútiles constriñendo la actuación de los futuros gobiernos según el mandato que la ciudadanía les imponga. Y mientras a la separación de poderes y al principio representativo, ni se les ve ni se les espera.

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