Solo pero no aislado (foto: wanderinghome)   La búsqueda   Fabián quería dejar de cometer el pecado de soñar en lugar de ser, de relacionarse con el bien y la verdad a través de la fantasía en vez de ser -o al menos, esforzarse en ello- personalmente bueno y auténtico. No siendo un escéptico, estaba a merced de sus justas pasiones, y aunque prevalecía en su naturaleza la perplejidad ante el misterio del universo, experimentaba el consuelo de albergar en un espíritu que se iba desangrando momentos de confianza en los poderes organizados de la tierra.   Observó que en eso que llamaban, con suma impropiedad, política, reinaba un afán extraordinario de simplificación intelectual en una atmósfera de mendacidad. Toda idea era triturada y reducida a puro cliché. Eso sí, reconocía en los penosos actores que interpretaban la farsa pública, una gentil intención de enterrar la torpeza de sus fracasos bajo un montón de palabras.   La gaviota y el cuervo vuelan sobre la carroña y se juntan igual que los hombres, mientras que un rebelde pasa por la vida, hendiéndola como un águila, le decía un amigo poseído por la fiebre de la insurrección individualista, el cual creía que someterse a la humanidad no era mejor que reclinarse ante Dios: “la fraternidad es la manera de ver el domingo de los    comunistas;    los   días   laborables   los hermanos se vuelven esclavos”. Pero al sostener que estaba legítimamente autorizado a todo aquello de lo que fuese capaz, desembocaba en la justificación del crimen, cuando la rebeldía más elemental expresa cierta aspiración a un orden común justo ante el desorden criminal que impera en el mundo.   Recordaba que ante la afirmación de Séneca: “cosa vil y abyecta es el hombre si no se eleva por encima de la humanidad” Montaigne contestaba “he aquí una frase aguda y un deseo tan inútil como absurdo; hacer el puño más grande que la mano, el paso más largo que la pierna, es imposible y monstruoso. El hombre no puede elevarse por encima de sí mismo y de la humanidad, ya que no puede ver más que con sus ojos ni sujetar nada que huya de ser su presa”. Reconfortado con esta aceptación serena de la condición humana, tan alejada de la exaltación como del desaliento, Fabián intuía que los “locos normales” no pueden concebir que un hombre se mueva por motivos más elevados que los suyos, declarándolo demente porque saben que en toda su vida ellos mismos no podrían nunca comportarse como él.   Si su alma pudiese tomar pie, ya no se experimentaría sino que se resolvería; aquélla permanecería siempre a prueba y en período de aprendizaje.

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