Además de ciertas retribuciones en dinero, perfectamente lícitas, el vocablo latino “merces” (merced) designaba la de recompensar la “providencial” intervención de un político para desatascar o hacer fluir algún negocio. De esta raíz derivan “mercenario” y nuestro proverbial “entre merced y señoría” referido a los hombres públicos que realizaban, ocasionalmente, tráfico de influencias.   Hasta que el ennoblecimiento tardío de la actividad comercial rebajó a innoble bastardía el comercio de favores. Así, una nueva voz, designó al nuevo concepto, socialmente ilícito. El traficante de influencias pasa a ser un vendehúmos (“persona que ostenta o simula valimiento o privanza con un poderoso, para vender su favor a los pretendientes”).   Antes de proceder a la tipificación legal de algo con fronteras tan extensas y borrosas, semejante tráfago ya está tipificado en la conciencia social. El legislador sólo tiene que reconocer, en términos jurídicos sancionadores, la ilicitud social definida como tráfico de influencias, facilitando la identificación de la “especie” que la sociedad demanda reprimir penalmente. Sin embargo, la sociedad civil está indefensa cuando no tiene la posibilidad de elegir representantes que tengan verdaderas facultades legislativas, aparte de la función de controlar al poder ejecutivo. La transición no ha conducido a una Monarquía basada en el honor ni a una democracia que garantice la libertad política, sino a una oligocracia de partidos juancarlistas.   Y que no se diga que el pueblo es siempre responsable del tipo y de la calidad de su gobierno, porque el valor de este juicio depende de que aquél haya tenido la oportunidad de elegir, sin temor y con información, otra forma de gobierno. Y es bien sabido que la Constitución española fue impuesta, desde arriba, por una oligarquía que usurpó el poder constituyente de la sociedad civil para autoperpetuarse, como clase cerrada, con un plebiscito de ilusiones.   Estamos, pues, a merced de la corrupción económica de un poder político que se ampara en la corrupción intelectual de los grandes medios de comunicación. Las ilusiones reformistas o los hipócritas anhelos regeneradores (El Mundo y compañía) deberían acoplarse con la degeneración cínica representada por El País, para reclamar la legalización de la corrupción en la que se fundamenta El Estado de Partidos. Luis Bárcenas, ese “ejemplar” tesorero, y toda la galería de personajes “gürtelianos”, como antes los de Filesa, sostienen el tinglado de la farsa partidocrática.

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