Cuando Carl Schmitt, en su “Teoría de la Constitución”, atribuye indistintamente al Legislativo y al Ejecutivo la “representación” de la “unidad política” del pueblo, asigna al concepto de “representación” un significado completamente diverso del que toma en el Derecho Privado; la “representación voluntaria” pasa necesariamente por la responsabilidad del representante ante el representado. Por el contrario, al trasladar la cuestión al ámbito del Derecho Público, la representación queda desvinculada de toda noción de responsabilidad que no lo sea ante la nación como un todo, es decir, ante la “unidad política” que, según Carl Schmitt, es la única representada. Inversamente, allí donde quepa cualquier atisbo de representación de los distritos electorales, en detrimento de la “representación nacional” propia del moderno parlamentarismo, quebrará, según Carl Schmitt, la “unidad política”, y, con ella, la “homogeneidad” que es sustancia del principio democrático.   Por eso, la vinculación entre un distrito electoral y las candidaturas presentadas sólo es, para el jurista alemán, un simple expediente técnico que se revela como pura ficción en el momento en que el electo queda desvinculado de su responsabilidad ante el distrito que lo ha promovido y pasa a representar a la entera nación. Bajo esta concepción, la unidad política de la nación, lejos de servir de cauce para la participación democrática de los ciudadanos, aparece, precisamente, como una abstracción, o, si se prefiere, un ente divino, que se interpone entre la Sociedad Civil y el Estado para obstaculizar la influencia de aquella sobre éste.   Ha sido, precisamente, la tajante discontinuidad entre el Derecho Privado y el Derecho Político lo que a Carl Schmitt le ha servido para interponer entre los particulares y el poder político una instancia que legitima la completa desvinculación entre ambos: a fin de solventar la dificultad que ello entraña para la necesaria legitimación de las instituciones, Schmitt pone el principio de la “identidad”, por contraposición a la “representación”, al servicio de la vinculación establecida entre un dictador y las masas que, haciéndose presentes, no siendo por tanto “representadas” –no en vano Rosseau rechaza para el “pueblo” toda “representación”- lo aclaman. Es, por tanto, en el acto mismo de la aclamación como el pueblo se hace presente y, cumpliendo la advertencia de Rosseau, no es representado: solo aquí se cumple, con todas sus consecuencias, el principio democrático. Schmitt ha rechazado la contraposición entre dictadura y democracia por lo mismo por lo que no ha concebido la libertad política como fundamento constitutivo de la democracia; esta libertad es, para el jurista alemán, un principio liberal. El pensamiento schmittiano es el perfecto ejemplo de cómo la lucidez crítica en el análisis de las taras del parlamentarismo y de la falta de representatividad al que lo ha conducido la partidocracia puede llevar, al no contemplar la libertad política como axioma irrenunciable, a la legitimación de la dictadura.

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