Las leyes de la naturaleza han de ser universales y operar en todo ámbito. Sin detenernos en variaciones regionales, rupturas de simetría o medidas estrictas de magnitud, podemos abstraer racionalmente un ideal estado general de equilibrio al que parece tenderse inexorablemente. A él responden el principio de conservación de la energía, o el de acción-reacción junto al resto de las leyes de Newton, o la llamada Teoría de Gran Unificación.   En el hombre también ha de haber un equilibrio entre la razón que conoce y la voluntad que actúa, entre lo colectivo (el mi) y lo individual (el yo), entre los medios y los fines, entre lo moral y lo ético. Puede intuirse que, al comienzo de nuestra historia, todo ello se hallaba fusionado entre grupos e individuos humanos; pero cuando el sencillo compartir los avatares diarios de la supervivencia cedió a la tecnología de producir, almacenar y conservar alimentos, en las nacientes sociedades con la nueva división de clases, el afán de dominio sobre los demás se combinó con el cómodo gregarismo fracturándolo.   Equilibrio no significa igualdad, y si la voluntad puede ser libre, jamás es independiente a los límites del mundo, hallándose a merced del vaivén de las pasiones cuando no cede al control de la razón; pero ésta última debe estar atada a la realidad por la verdad, y domeñando entonces la voluntad puede vislumbrarse lo bueno. Es la verdad lo que otorga primacía ética a la razón sobre la voluntad, pero a costa de someter su albedrío en el juicio. Así existe una relación inversa respecto a su libertad entre razón y voluntad: cuanto menos libre sea la voluntad, esto es que no haya auténtica libertad, tanto más podrá ser libre la razón, que puede distorsionar con ello la propia realidad para hacerse ilusión de aquella.   La mentira pública acerca de la realidad del poder trata de devolver a la razón el equilibrio perdido para que la voluntad no pueda verse impedida en la ausencia de libertad política. Lo terrible es que lo hace a costa de admitir que el conocimiento social soslaye la verdad, cuando no convierte ésta en imposible. Así el mundo de los hombres queda a merced de las voluntades, o sea, en último término del poder. El método científico nació con el firme propósito de liberar la verdad de la voluntad. Lo cierto es que, al final, la ciencia ha acabado desplazándose a la racionalización de la Naturaleza, en vez de buscar las leyes que rigen en el ámbito estricta y formalmente racional de las sociedades humanas.     Isaac Newton en Cambridge (foto: Peter Cuhalev)

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