PATRICIA SVERLO.

Con Suárez saliendo por televisión cada dos por tres, las paredes empapeladas con carteles electorales, las ciudades invadidas por grises para disolver con pelotas de goma las manifestaciones de la oposición, y de fachas armados con cadenas para intentar impedir que los militantes de izquierdas hicieran propaganda en la calle… el resultado de las elecciones del 15 de junio fue el único posible. Adolfo Suárez ya sabía qué sucedería y se pasó las semanas previas anunciando a diestro y siniestro “¡barreremos!”. Los de AP en general y, entre éstos, Torcuato Fernández Miranda en particular, fueron los únicos a quienes sorprendió el resultado: cómoda victoria de la UCD, aunque sin mayoría absoluta, seguida del PSOE y, sólo en tercer lugar Alianza Popular, con 16 escaños. Uno de los primeros trofeos fue la cabeza de Alfonso Armada. Suárez se plantó delante del rey aprovechando la ocasión, dos días tras las elecciones, y le dijo: “O él o yo“. Y el rey tenía perfectamente claras sus prioridades en aquel momento. Armada pidió que se dijera que abandonaba la Zarzuela voluntariamente con objeto de mandar tropas y completar su carrera militar.

También puso como condición que le sustituyera Sabino Fernández Campo, porque tenía el mejor concepto de él desde que se conocieran en la Secretaría del Ministerio del Ejército en tiempos de Franco. Cuando Mondéjar escribió al vicepresidente Gutiérrez Mellado, solicitando un destino para Armada en la Escuela Superior del Ejército, dejó constancia, además, de que el ex-secretario general de la Casa se iba, y que seguiría prestando servicios a la Zarzuela: “[…] Deseo utilizar de forma esporádica la colaboración del general Armada, que lleva muchos años en esta Casa y conoce particularmente algunos asuntos“.

Pactos de la Moncloa

Suárez, a partir de aquel momento, puso en marcha su política de consenso, palabra clave en todo el proceso de la Transición, que consistía básicamente en pactarlo prácticamente todo y tomar las decisiones importantes por unanimidad de facto, como precedente de lo que hoy en día llamaríamos el establecimiento de un “pensamiento único”. En los famosos Pactos de la Moncloa , Suárez negoció muy hábilmente con las otras fuerzas políticas que estaban dentro del sistema, cediendo parcelas de poder a cambio de concesiones. Pero se fue quemando poco a poco con esta técnica que, al final, no dejaba satisfecho a nadie, ni a los suyos ni a los otros. La necesidad de una Constitución no era un tema que se hubiera tratado ampliamente; los partidos no habían hablado de ella en sus campañas electorales. Por ello, tenía que ser la legislatura encargada de elaborar una Constitución acorde con los nuevos tiempos. Los diputados y senadores elegidos tuvieron la ocasión de pactar por su cuenta lo que les dio la gana, sin tener que dar ninguna explicación a los electores ni tener que someter a referéndum el conjunto global, sin dar opción a debatir aspectos concretos ni hacer modificaciones. La Casa Real, desde luego, tenía ideas propias para este gran proyecto y, aparte de contar con información privilegiada sobre el proceso de gestación de la criatura, con el Gobierno y con todos los diputados de la UCD, se proveyó de otros apoyos. Siguiendo la tradición heredada de Franco de nombrar directamente a una cuota de procuradores (llamados los “cuarenta de Ayete“), en la legislatura constituyente de 1977-1979 Juan Carlos nombró a 41 senadores reales, escogidos por su real dedo. Formaron un grupo parlamentario y a veces actuaron corporativamente, al servicio de La Zarzuela, con la que mantenían contactos frecuentes, sobre todo a través de Sabino Fernández Campo.

Sabino y Juan CarlosDesde la Secretaría General de la Casa se les rogaba que plantearan o no, dependiendo del caso, determinados temas, pero siempre con suma discreción para evitar implicar a la Corona directamente, porque oficialmente no podía parecer que los senadores la representaban. En la lista, que se hizo pública en junio de 1977, había políticos, militares, intelectuales, banqueros, falangistas y empresarios (puede verse la lista completa en el apéndice). No estaba Armada, aunque sí había figurado en los borradores provisionales. Juan Carlos reclutó personalmente a cada uno. Julián Marías, por ejemplo, uno de los escogidos, cuenta que unos meses antes, un día le telefonearon a casa y le dijeron “espere un momento que le va a hablar el rey“. Y se puso Juan Carlos directamente, con su familiaridad habitual, para decirle cuánto le había gustado el último artículo de prensa del afamado ensayista y para citarlo en La Zarzuela. Era el primer contacto que tenían. La mayoría de los “escogidos” se sintieron tan halagados con esa clase de llamadas telefónicas del rey que, por lo que se sabe, nadie se negó. Ni siquiera Justino Azcárate, que había sido ministro en la República y desde el exilio había fundado la Agrupación al Servicio de la República; ni el prestigioso economista y escritor José Luis Sampedro, que había tenido que abandonar la universidad, en la que era catedrático en 1969, a raíz de unas declaraciones. Ni mucho menos, obviamente, gente como Camilo José Cela, el galleguista Domingo García Sabell, el empresario Luis Olarra, el banquero Alfonso Escámez o el abogado Antonio Pedrol Ríos. Teniendo en cuenta el papel que desempeñarían, es necesario destacar especialmente quiénes eran del entorno más inmediato del rey, en cuyo equipo ya hacía tiempo que trabajaban: Manuel Prado y Colón de Carvajal, Jaime Carvajal, Miguel Primo de Rivera y Torcuato Fernández Miranda. Como grupo, los senadores reales tenían de todo: ideólogos de la Transición, intrigantes profesionales, gabinete jurídico, poder económico, profesionales de la manipulación, mandos militares y, para que no faltara nada, los amos de la prensa: José Ortega Spottorno (presidente de Prisa, editora de E1 País), Víctor de la Sierra (ex-presidente de Prensa Castellana, editora de Informaciones), Guillermo Luca de Tena (presidente de Prensa Española, editora de ABC) y Fermín Zelada (presidente de Editorial Católica, editora de Ya).

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