Jorge Sánchez de Castro

JORGE SANCHEZ DE CASTRO.

A pesar de mis intentos por demostrar lo contrario, sé que muchos de ustedes siguen pensando que sin coacción no se recaudarían impuestos, y por tanto no existirían bienes públicos imprescindibles. Fieles a nuestra vocación heterodoxa vamos a poner en solfa tanto el éxito recaudatorio de la obligatoriedad como la vinculación directa entre impuestos forzosos y gasto en servicios públicos.

Respecto a la eficacia de la coacción debemos decir lo siguiente: La economía sumergida, es decir, la que no paga impuestos, es a día de la fecha el quinto PIB del mundo. Así lo declaró, entre otros, el Magistrado del Juzgado de Instrucción nº 9 de Madrid, Dº José Silva Pacheco, en unas jornadas de formación de abogados celebradas el pasado mes de Marzo en Madrid, sobre Prevención y Represión del Blanqueo de Capitales. Según Funcas (Fundación de las Cajas de Ahorro), sólo en España, la economía sumergida supone el 17% de nuestro PIB.

Pero además, ¿sufragan realmente los impuestos todos los servicios públicos?, ¿o por el contrario es el crédito quien financia la mayor parte del gasto estatal?. En un momento histórico donde toda la eurozona vive angustiada debido a la crisis de las deudas soberanas, no es difícil adivinar que el grueso del gasto público es soportado por el crédito y no por los impuestos, pues ¿para qué se endeudan los países hasta niveles que les convierten en inviables, si no es para mantener inmarcesibles, entre otros gastos, los que lleva de suyo el “Estado del Bienestar” que los ciudadanos no son capaces de financiar con sus contribuciones obligatorias?.

Y por último, ¿es una elucubración meramente teórica argüir que los servicios públicos se pueden costear de manera voluntaria?, ¿hay algún bien público que se financie sin recurrir a la coacción?. La respuesta es sencilla: por supuesto que sí, todos aquéllos sometidos a precios públicos. Precios públicos son tributos que se abonan a una entidad pública por la provisión de bienes o servicios que también presta o puede prestar el sector privado, pero que el ciudadano opta libremente por solicitar a una administración pública. Un caso. Todos podemos elegir entre visitar una instalación deportiva privada o una municipal. Si optamos por la última el coste de la entrada es lo que se denomina un precio público.

Ésta figura impositiva no está sometida al principio de equivalencia entre coste de servicio y cuantía del tributo, que obliga a que no se pueda cobrar más de lo que cuesta el servicio. Todo lo contrario. El precio público debe ser, como mínimo, igual al coste del producto que se ofrece, lo que permite que los entes públicos puedan obtener beneficios con la provisión de bienes sujetos a precios públicos al tener competencia y legitimación para aplicar un precio de mercado. Por tanto, los precios públicos son impuestos voluntarios que se abonan por bienes y servicios prestados por entidades públicas que libremente eligen los ciudadanos.

Llegados hasta aquí debemos concluir que, al menos, existen las siguientes formas de financiar bienes públicos:

1. Impuestos coactivos con altísimos porcentajes de fraude.
2. Deuda.
3. Impuestos voluntarios (precios públicos).

Los partidarios del sistema de impuestos forzosos me rebatirán afirmando:

a) Que los servicios públicos puros (oferta conjunta e imposibilidad de exclusión) sólo los puede proveer el Estado mediante la recaudación forzosa, véase el alumbrado público ya citado en anteriores entradas, puesto que si no fuera así la existencia de “gorrones” haría imposible que los bienes se produjesen.
b) Que la deuda pública destinada a financiar servicios públicos se paga con impuestos coactivos, por lo que éstos y sólo éstos son en última instancia quienes costean aquéllos.
c) Que los precios públicos valdrían para financiar determinados servicios públicos (sanidad, educación…), pero serían injustos por no redistributivos, esto es, si las medicinas sólo las consumiera quien pudiera pagarlas, habría gente que no podría tener acceso a ellas.

En anteriores artículos probé, y la historia ratifica, que la coacción no es condición necesaria para la prestación de servicios públicos, y que un sistema de donaciones vinculadas y contribuciones voluntarias podrían garantizar la provisión universal de bienes públicos esenciales con mayor equidad, mejor calidad y a un coste inferior que financiándolos mediante impuestos forzosos. Pero además, los defensores del modelo vigente son incapaces de lograr que se desvele uno de los secretos mejor guardados, la pregunta que sirve de título a esta entrada: qué porcentaje de los tributos que se recaudan se utiliza para financiar servicios públicos en términos estrictos.

¿Alguien recibe una hoja periódica, semejante a la que elaboran las comunidades de vecinos o de propietarios, informando acerca de cómo han sido empleados los impuestos recaudados?. Un balance, susceptible de ser verificado por cada ciudadano, detallando partidas generales donde nos dijesen que tanto fue gastado en burocracia o personal, tanto en sanidad y carreteras, y tanto en el abono de intereses de la deuda pública, valga el ejemplo.

Evidentemente nadie. La consecuencia de la falta de información es que se desconoce cuántos impuestos se emplean en producir los famosos servicios públicos esenciales y cuántos se dilapidan en fines, digamos, poco o nada esenciales. Lo relevante es que la total opacidad sobre qué cuota del total de las exacciones es utilizada para proveer bienes públicos, sólo puede lograrse mediante la implantación de un sistema recaudatorio forzoso. Siendo aquélla, y no la necesidad de garantizar la provisión de servicios públicos, la causa y el objetivo esencial de la tributación coactiva.

Si los impuestos fueran voluntarios, ¿no se exigiría por parte de los contribuyentes un escrupuloso control  y conocimiento del uso de los fondos?. Y si no se cumpliese esa exigencia, cuando hubiera que volver a realizar las contribuciones periódicas simplemente se negarían a hacerlo. Pero gracias a la recaudación forzosa la irresponsabilidad en el gasto es la norma por ausencia de control de los pagadores sobre el destino de lo recaudado, todo a mayor gloria del cada vez más poderoso Estado caníbal, ¿pues quién puede oponerse de manera eficaz a pagar impuestos alegando que desconoce si el gasto público se destina a prestar servicios públicos realmente queridos, de calidad y al mejor coste?. De nuevo nadie, pues la obligatoriedad del impuesto impide que se vincule la contribución al buen uso  de lo aportado, esto es, la prestación de los mejores servicios al mejor precio.

“Paga y calla” son las palabras de bienvenida de cualquier “infierno fiscal”, hoy rebautizados como Estados del Bienestar.

 

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