JOSÉ MORILLA CRITZ.
Desde la transición nunca había estado España tan presente en los debates públicos internacionales como lo está en estos últimos meses. En el Reino Unido se hacen apuestas sobre la fecha en la que nuestro gobierno pedirá el rescate, en Estados Unidos estamos en los debates de la campaña presidencial y en las cumbres de diferente nivel de la Unión Europea no falta cita en la que, oficial o extraoficialmente, seamos el tema de discusión.
El temor que tantos analistas habían expresado de que la cuarta economía de la UE arrastraría en su caída a todos los demás miembros, se ha ido difuminando a medida que se ha ido manifestando que los desequilibrios más llamativos de nuestra economía no son de una envergadura tal como para que la UE no les pueda hacer frente sin muchas dificultades. Ahora la recapitalización de nuestros bancos, hasta le parece pequeña al presidente Rajoy, obligado desde la cumbre del pasado viernes 19 a asumirla como deuda del estado español. Y no hay nada más que observar el acercamiento de nuestra balanza por cuenta corriente al equilibrio y el desendeudamiento que se está dando en familias y empresas, para deducir que lo que con los mensajes catastrofistas se está dilucidando es algo de más calado, de interés más general y de carácter ideológico. Esto quedó de manifiesto en esas palabras que el candidato Romney dedicó a nuestro país en su primer debate con el candidato Obama en Estados Unidos; también en las apelaciones, por una parte, del presidente Hollande de que no se hiciera sufrir más a la sociedad española con los ajustes y, por otra, en las alabanzas de Merkel a las reformas españolas y el alarde de Rajoy en la reunión del grupo popular europeo, sobre la firmeza del gobierno español en el empeño.
Y es que España es ante todo en estos momentos el banco de pruebas del proyecto de restablecimiento de una economía pura de mercado, que desde 1973 se ha venido intentando con incierta fortuna en las viejas economías desarrolladas. La prueba de que ese intento tiene un origen ideológico apriorístico, es que a pesar de que sus primitivos formuladores, Friedman y Laffer, fallaron estrepitosamente en sus predicciones, y que dos instancias bastiones hasta hace poco de esa ortodoxia liberal (la Reserva Federal y el FMI) hayan manifestado la inutilidad de las recetas de tal programa ante problemas realmente serios, los políticos conservadores no desmayan en sus propuestas de vuelta a una sociedad con reducida presencia de lo público, regulación económica limitada a lo monetario e individualismo de “a quién Dios se lo dé, San Pedro se lo bendiga”.
España, a diferencia de países de reducidas dimensiones, o de reciente industrialización, o de bisoño acceso a la economía de mercado, es un escenario muy adecuado para un experimento de este tipo: cierto peso en la economía mundial, postindustrial, plenamente abierta al comercio y las finanzas internacionales, algunas empresas de carácter multinacional, con una alta cobertura social. Todo ello articula una sociedad compleja de clases medias, temerosas en todo momento más de lo que puedan perder que de lo que puedan ganar.
El éxito del experimento, forzado por el cambio en la distribución mundial del dinamismo económico con la aparición de las nuevas economías emergentes, depende de la resistencia de la estructura social, institucional y jurídica de la sociedad. Y cada cual anda jugando anticipando los acontecimientos, más que reaccionando ante ellos: los sindicatos y los nacionalistas temiendo a los signos positivos que pueda mostrar la economía en los próximos años, el mercado temiendo que más presión haga entrar en funcionamiento los mecanismos de rescate y se acaben sus ganancias extraordinarias, el socialismo temiendo que tengan razón los teóricos del ajuste permanente, Alemania dirigiendo el experimento y comprobando día a día, cómo va la respiración del paciente y Rajoy como Brüning, que soñaba que cien días más para su experimento con el que salvar la república de Weimar no terminara como terminó.