La derogación de la reforma del Artículo 135 de la Constitución llevada a cabo por el gobierno del Partido Popular se ha convertido en elemento de negociación entre los aspirantes a tocar poder tras las últimas elecciones.

Sin embargo, la crítica de los sindicatos estatales y de parte de la izquierda social a la reforma constitucional pactada entre los dos grandes partidos de estado viene a reconocer implícitamente la legitimidad y vigencia de la constitución de 1.978.

Por un lado se critica la reforma en cuanto método y formas empleadas y por otro, en cuanto al fondo, por atacar previos contenidos de carácter social recogidos en el texto reformado.

En ambos casos los motivos argüidos significan, al fin y al cabo, asumir que sin la cuestionada reforma la constitución no solo es válida sino legítima, y que su contenido ha sido devaluado por los antiguos  partidos hegemónicos con agresiones de forma y fondo.

El infantilismo alcanza cotas inimaginables al asirse al referéndum como única forma posible de alcanzar esa imposible legitimidad. ¿Acaso de votarse la reforma y obtenerse un resultado favorable se revestiría de legitimidad constitucional a su contenido? Es tan ilegítimo constreñir vía reforma constitucional el gasto de futuros gobiernos como obligarles a incurrir en un nivel de gasto mínimo.

La crítica desde el punto de vista de la democracia formal es mucho más profunda al partir de la recusación integral de esta constitución al no constituir nada ya que no separa en origen los poderes estatales ni instituye principio representativo en modo alguno. Porque esa y no otra es la función de una constitución.

La introducción en la misma de catálogos sin fin de derechos individuales o sociales significa mezclar continente y contenido, lo político y la política.  De ahí la añadida inutilidad de la reforma que deja a la regulación por Ley Orgánica su propia efectividad dependiendo del gobierno turnante y en todo caso, de potencias extranjeras.

Inutilidad que fácilmente se comprende si se atiende a la finalidad última de la reforma que es evitar desastrosas cuentas públicas. Entre los años 2.004 y 2.007 en que la prosperidad económica era un espejismo, el Gobierno alcanzaba el deseado superávit presupuestario fruto de esa misma ilusión. Declarada oficialmente la crisis se acudió al déficit como solución y todo siguió igual. Pues bien, teniendo en cuenta el contenido de la reforma, el déficit del nefasto año  2.011, al encontrarnos ya en recesión tendría también apoyo constitucional en el nuevo artículo 135. ¿Cuál es la diferencia?

En esta continua mentira, que es crimen sobre crimen, lo programático se convierte en excepción a la regla general en esa ceremonia de la confusión que es mezclar programas ideológicos con la constitución política del estado. Listados consensuados por las pretensiones de las ideologías se suman en articulados tan extensos como ininteligibles e inútiles constriñendo la actuación de los futuros gobiernos según el mandato que la ciudadanía les impusiera. Y mientras a la separación de poderes y al principio representativo, ni se les ve ni se les espera.

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