En este programa especial Bernardo Garrido y Pedro Manuel González nos hablan sobre la objeción de conciencia ante la designación de cargos de presidente y vocal de las mesas electorales en las próximas votaciones europeas y la integración forzosa en la religión partidocrática.
Cicerón y Catilina
Cuando motivados por el deseo de conocer mejor el presente a través del pasado, nos lanzamos al estudio de la Historia, descubrimos más pronto que tarde la cara más perversa de esta disciplina. Descubrimos que los hechos objetivos ocurridos tiempo atrás son sólo una parte de lo que llamamos «el pasado». Entre «ellos y nosotros» se levanta un velo de subjetividad tejido por intereses personales, políticos y económicos que solo comenzamos a comprender cuando vamos algo más allá de la historiografía que habitualmente llena las estanterías de las librerías más comerciales. Cobra sentido aquella frase de «la Historia la escriben los vencedores». Pero debemos ir más allá: la Historia la escriben los poderosos, que pueden serlo por haber vencido una contienda, por haber nacido en una familia aristócrata o por haber estado en posesión de una gran fortuna.
Para luchar por la libertad política, que puede comprenderse como la organización de las sociedades humanas de acuerdo con la verdad, es necesario comprender la naturaleza esquiva de esta verdad, especialmente en el estudio de la Historia. Uno de los acontecimientos más conocidos del ocaso de la República romana es también un maravilloso ejemplo de esta cuestión.
En el siglo I a.C., Roma contemplaba cómo Pompeyo y Julio César desfilaban por Palestina y la Galia con los estandartes del SPQR (Senatus Populusque Romanus —el Senado y el pueblo romano—). Mientras tanto, ese mismo pueblo sufría una grave crisis económica provocada por el estancamiento del comercio, que trajo consigo un aumento del desempleo y grandes deudas a muchas familias prominentes en la República que el Senado era incapaz de resolver.
En el año 63 a.C., los senadores romanos se reúnen en el templo de Júpiter Estator, aquel que conmemora la victoria de Rómulo contra los enemigos de la Roma más antigua. Tal escenario, mal iluminado y de tamaño insuficiente para albergar a todos los asistentes, refuerza el clima de incertidumbre y tensión que vive la República. Toma la palabra Marco Tulio Cicerón, elegido cónsul de Roma meses atrás, y pronuncia una frase que le hará pasar a la posteridad como uno de los mejores oradores de la historia: «Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?» («Hasta cuándo abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?»). En su discurso, pretendía denunciar la conspiración de Lucio Sergio Catilina para tomar el poder en Roma y acabar con el Estado republicano. Tras el brillante discurso, Catilina huyó de la ciudad, y moriría luchando junto a sus partidarios contra el ejército de la República poco tiempo después.
El relato triunfalista de la República romana que, liderada por su mejor hombre, se sobrepuso a la adversidad en su momento más complicado, probó no ser demasiado realista cuando, años después, y aún en vida de Cicerón, un grupo de tres individuos fue capaz de asesinar la República romana en pos del Imperio. Julio César, Pompeyo y Marco Licinio Craso demostraron, con sus acciones, que sólo había una verdad inapelable: Catilina había perdido y Cicerón había ganado. Todo lo demás es palabrería que, sin embargo, ha llegado hasta nuestros días.
La Historia ha tratado este acontecimiento de distintas formas, según ha convenido a las necesidades del poder en cada momento. Así, vemos en ocasiones a un Catilina autoritario desafiando la democracia romana y en otras, a un Cicerón burócrata defendiendo el Estado de derecho frente a un Catilina anarquista.
Los hechos son, sin embargo, más simples y menos épicos. Catilina era un aristócrata endeudado que, usando el dinero que le quedaba, había financiado su propia carrera política para, contando con el apoyo de aquellos en su misma situación, erigirse como cónsul y anular los pagos pendientes de sus partidarios. Tras perder las votaciones, precisamente contra Cicerón, su situación desesperada le hizo considerar la violencia como alternativa. Lo más probable es que su conspiración no fuese una amenaza real para Roma, incluso es posible que Catilina no fuese más que un peón en esta trama (Cicerón usó durante su denuncia unas cartas anónimas que probaban la existencia de este complot, se las había hecho llegar el hombre más rico de Roma: Marco Licinio Craso, aquel que luego sí daría un golpe de Estado en la República y que, seguramente, había ejercido como agente doble en este proceso para salir beneficiado fuese cual fuese su desenlace). Cicerón, ávido de fama y reputación, realizó una importante inversión económica para difundir miles de copias de sus discursos (las Catilinarias), redactadas convenientemente por él para corregir los errores del discurso real e imponer la versión de este acontecimiento que beneficiaba más a sus intereses.
De esta manera, se trata de imponer una interpretación sesgada de los mismos hechos pasados para poder usarlos como un arma que defienda los intereses políticos de alguien en el presente, mientras que la verdad queda relegada a una posición marginal, casi clandestina. El repúblico es un revolucionario de la libertad que comprende que esta sólo se conquista apoyándose en la verdad. Por lo tanto, debe estar prevenido ante las habituales afrentas que la verdad sufre por parte de los enemigos de la libertad.
Mi apoyo a la iniciativa del señor Gisbert
Al igual que únicamente se indigna quien desconoce la causa de su indignación, sólo puede sorprenderse quien ignora el origen y desarrollo lógico de los acontecimientos. En este caso, que quien se aparta voluntariamente de la obra para la acción de Don Antonio García-Trevijano funde primero una asociación distinta a la creada por éste, supuestamente para su desarrollo y consecución de la libertad política, y finalmente participe en los comicios de la partidocracia a través de un partido, no es en absoluto sorprendente. Más al contrario, era algo esperado por muchos, incluso por escrito se adelantó, obteniendo desabrida respuesta y acusaciones de sectarismo.
Resulta paradójico que entonces se tachara de sectarios a quienes lo vaticinaban cuando ahora, tras el desenlace de los hechos, esos mismos se ponen en primer tiempo de saludo asumiendo el nuevo argumentario como si siempre hubiera sido él mismo.
Eso no justifica el penoso espectáculo del maravilloso mundo de los youtubers de la política monetizada despellejándole. No es justo ni de recibo y sólo se explica por la defensa de la cuota de mercado correspondiente. O claro, que se hubieran tragado, como muchos de los groupies del candidato, que éste fuera de verdad un apóstol del pensamiento de García-Trevijano, lo que ahora se demuestra que es rotundamente falso, reconociendo incluso que, de vivir, éste reprobaría su decisión. Esto último tampoco les dejaría en muy buen lugar, en tanto descubriría que desconocen la obra del insigne tribuno.
Al contrario, la iniciativa del señor Gisbert lejos de criticada debe ser bien acogida, ya que por fin muestra a las claras que no es discípulo de Trevijano ni participa de sus ideas, sino que tomaba parcialmente algunas de ellas y su nombre como argumento ad auctoritate para un proyecto político particular.
A partir de ahora resultará imposible decir que el camino asociativo y de partido que con ambivalencia sostiene sirven al mismo fin que persiguen los partidarios de las ideas del ilustre jurista granadino, agrupados en torno a su Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional.
De ahora en adelante no habrá ya posibilidad de asimilación ni de confusión de buena fe. A partir de ahora ya no hay excusas. Nadie podrá decir que se persigue lo mismo «pero de otra manera» ni que el fundamento es el pensamiento de Trevijano. Sólo queda aclarar la confusión hasta ahora generada por la deformación de la verdad política y filosofía de la acción en aras al incremento de una masa de «followers» empapados más de YouTube que de lecturas, la mayoría de buena fe y ávidos de actuar aun sin saber cómo y hacia dónde.
No será posible nunca más asimilar la acción con el activismo, ni la oportunidad con el oportunismo. Ya no, y es de agradecer. Sólo queda pedir que de una vez quienes así piensan se bajen de los hombros del gigante intelectual que les sirvió de trampolín para que sigan su camino sin entorpecer el emprendido hace años por éste y los partícipes de la libertad política, que de esta forma se ha visto retrasado no menos de diez años. Porque del error se sale, pero de la confusión es mucho más difícil. Y la herencia de este nuevo partido es una legión de confundidos.
Ya no hay excusa. Las diferencias entre el reformismo y la ruptura están marcadas. Y no por una cuestión de estrategia, sino de principios, de fundamentos, de fines, de pensamiento y de acción.
Esta iniciativa de partido del presidente cesante de una asociación que asiente o consiente con su fundación como algo natural, debe ser aplaudida, pues con la misma demuestra, si no se cae en la esquizofrenia severa, que el MCRC es el único instrumento para la acción que sigue el pensamiento de Antonio García-Trevijano. Y que quien se separa de ese instrumento para la acción es porque no está de acuerdo con ella. Se ratifica así que las diferencias con Trevijano y sus seguidores de la primera hora no han sido ni son personales sino políticas, tal y como siempre ocurre cuando en este campo se actúa. Así fue en vida de éste, apartando de sí a temerarios e impertinentes, estando ahora ante las lógicas consecuencias.
Por tanto, la simpatía o comprensión con aquello que choca frontalmente con la doctrina de nuestro maestro por quienes invocan su nombre, delata la impostura y marca la diferencia sirviendo como prueba del algodón para diferenciar a los repúblicos de los falsos «trevijanistas», palabra de la que renegó siempre el propio Don Antonio.
A los desencantados, los que superado «el fenómeno fan» han necesitado de esta demostración para caerse del caballo, siempre tendrán abiertas las puertas de la casa de la República. El MCRC les acogerá con los brazos abiertos.
Mi apoyo a la iniciativa de Gisbert
Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 215 de «La lucha por el derecho» nos habla de su apoyo a la iniciativa de Rubén Gisbert en tanto clarificadora de la cuestión.
Plebiscitos en diferido
No es de extrañar una cierta desconfianza de los políticos en el arraigo popular, a pesar de la supina docilidad de los españoles. Está por ver cuál es el límite de bienestar, o siquiera haya un límite moral a los abusos que padecen. Así que habiendo innumerables manifestaciones culturales previniendo de la maldad de los gobernantes, «el pueblo» cae una y otra vez en torticeras maquinaciones.
También sea de uso aceptado la máxima en política del especial cariz en aquellas medidas políticas revestidas de carácter democrático, aunque en el mundo sea difícil encontrar formas políticas que transmitan esa forma de gobierno.
Como contrapartida demagógica, existen las burdas manipulaciones que buscan investir de fundamento democrático a cuestiones no decidibles, o que infieren mágicamente otro resultado a la cuestión debatida.
Uno de esos subterfugios que engendran monstruosidades políticas son los «plebiscitos en diferido», que dotan a unas elecciones o votaciones de un carácter totalmente diferente al enunciado original. Se me ocurren varios ejemplos:
De unas elecciones municipales de 12 de abril de 1931 advino la Segunda República. La gente votó a concejalías y a alcaldías y el rey Alfonso XIII se batió en exilio voluntariamente, tomando unas elecciones municipales como un plebiscito a la forma de Estado. Todas estas condiciones, la ideología, la mala arquitectura institucional y el horror en que devino deberían servirnos a los españoles como prueba histórica de una república en sentido negativo, por incomparecencia de un rey y no por la virtud de sus gobernantes en unas buenas instituciones políticas.
De las llamadas elecciones generales de 1977, para diputados al Congreso y al Senado, los votados se creyeron investidos en nación política y redactaron una Constitución en secreto, producto del pacto de esa oligarquía, no de diputados elegidos a cortes constituyentes. Aún Felipe González aparece por los platós zarandeando «laCarta» cínicamente, siendo ésta producto del pacto de aquella oligarquía. El plebiscito posterior no fue más que una burda manipulación.
En las votaciones a las taifas autonómicas de 2017, la burguesía independentista catalana, en su parterre asignado en el «café para todos», recibió el milagroso poder de la autodeterminación. Ellos se engendraron a sí mismos, Cataluña no es una parte de España producto de la historia, interpretan que las votaciones autonómicas dotan de capacidades sobrenaturales a la oligarquía catalana.
¿Es que unas votaciones municipales en Villanueva del Trabuco (Málaga) darían como resultado una nueva nación si sale por mayoría un partido independentista? Así de infantil fue lo vivido, y así tragaron los españoles al punto de decir que debiera hacerse un referéndum del 100% de los españoles para dilucidar la independencia de una parte.
Y frente a las próximas votaciones al cementerio de viejas glorias de los partidos europeos, o Parlamento Europeo, el jefe de otra facción estatal, Feijóo, propone que sean consideradas las votaciones europeas como un plebiscito acerca de la continuidad de su compañero partidócrata Sánchez en el liderazgo de la oligarquía.
No se trata del hecho de que ningún partido sea oposición en la partidocracia, sino que Feijóo va a seguir percibiendo su sueldo pase lo que pase. Por ello, para no ensuciarse las manos en una moción de censura que debiera hacer él si fuera verdadera oposición, quiere dar carácter plebiscitario a la continuidad de Sánchez en las próximas votaciones europeas.
Los oligarcas no sólo siguen manipulando a los dóciles españoles, sino que todo apunta a que el pronóstico anunciado por García-Trevijano en el aumento de proporcionalidad en el régimen electoral —debido a la falta de consenso— será implementado en breve, a modo de regalar escaños a la lista más votada.
Una Constitución impuesta
Una Constitución impuesta es una carta otorgada. No hubo período de libertad constituyente, ni hubo referéndum, fue plebiscito al solamente haber dos opciones.
Durante la transición de la dictadura a la oligarquía de partidos, estos traicionaron los ideales de la libertad política colectiva que previamente firmaron en la Junta Democrática de España.
Fuentes:
Radio libertad constituyente:
https://www.ivoox.com/rlc-2013-31-01-crisis-estado-crisis-la-audios-mp3_rf_1752434_1.html
Música: La Macarena, de Luis Leandro Mariani (1864-1925). Interpretado por Ana Benavides
¡Sí, la abstención!
«La abstención no va a cambiar nada, es cosa de unos pasotas. Total, los políticos son tan cínicos que seguirán gobernando aunque sólo les voten sus madres».
En efecto, parece que es muy difícil comprender cómo la abstención pueda hacer mella en un régimen político establecido y con su oligarquía bien asentada durante décadas.
Incluso es más difícil de comprender para la gente que piensa que la vida moderna es el epítome del ser humano, aunque sus ancestros de hace menos de un siglo aún tuvieran mucha dificultad para poder llevarse algo a la boca.
En sentido político, la «generación del bienestar» ha renunciado incluso a tener descendencia. A fin de cuentas, extinguido el proletariado en su sentido más profundo, los trabajadores no tienen necesidad de luchar por sus derechos, ya no digamos de forma violenta como antaño.
Válgame esta generalidad para poner como ejemplo de que nos encontramos ante una sociedad sometida, en la que los políticos han sabido vender con supuesto bienestar un statu quo por el cual quede sofocada toda reacción política.
En este contexto de sumisión, se antoja muy complicado —políticamente hablando— establecer la alternativa democrática a la partidocracia instaurada, en aras de la consecución de la libertad política.
Pero no sólo en sentido negativo encontramos la imposibilidad de un golpe violento que provoque el cambio, sino que además, nuestra cultura católica establece como moralmente superior la acción pacífica.
Prefiero no hacer la cuenta del número de manifestaciones habidas en España desde 1978, y quizás sea mejor no sacar a la palestra la omisión deliberada por parte de los sindicatos de manifestarse en las situaciones en las que los políticos han violentado a la ciudadanía.
Una vez expuesto el contexto, sólo queda reflexionar sobre las diferentes dimensiones en la adecuación de la abstención como estrategia para alcanzar la alternativa democrática.
En primer término, creo que es oportuno analizar la esfera individual. Y el resultado es meramente moral, ni más ni menos. El individuo gana control sobre sí mismo al dejar de participar en un régimen electoral que sabe fraudulento, que da fuerzas a sus enemigos políticos, y que puede ver que en los países vecinos hay implementados regímenes electorales que sí dotan de representación política a los electores.
Desde el punto de vista social, en un régimen oligárquico, una alta abstención materializa ante los ojos de todos que los políticos no están respaldados por sus gobernados.
En el plano político, la abstención no opera como precipitadora del cambio en sí misma; sin embargo, provoca una respuesta moral, en el sentido en que los súbditos retiran la legitimidad a la clase gobernante. No es que cambie el régimen por la abstención en sí misma. ¿Ustedes se imaginan que hubiese sucedido en España, en una sociedad concienciada y que ha retirado su apoyo a la clase política, ante una aberración como que los diputados estuvieran de fiesta con prostitutas bajo el confinamiento general de la población en una alerta sanitaria?
Si el sentido común dicta a los gobernados la desconfianza hacia los políticos, más aún desconfianza deben generar los salvapatrias que en nombre de la libertad política pretendan revolucionar el orden político desde dentro del propio régimen. El que no haya aprendido aún que el llamado Congreso de los Diputados es una suerte de circo donde se va a escenificar lo pactado en los despachos de los partidos, no lo va a aprender ya (o no quiere saberlo). Pero peor todavía es que, a sabiendas de conocer la inutilidad y corrupción de aquella institución, se les llene la cabeza de orgullo al presentarse al estrado a decirles a todos que no hay separación de poderes, ni representación política.
A pesar de que con su vía reformista, estos «carismáticos líderes» oportunistas continúen prolongando un poco más la agonía de una España desecada, yo seguiré diciendo que la única forma institucional que garantiza la libertad política para España es la República Constitucional, y que la alternativa democrática no es votar en este régimen, ni en Europa.
El MCRC es la única opción por la libertad política
Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 214 de «La lucha por el derecho» nos explica por qué el Movimiento de Ciudadanos hacia la República Constitucional (MCRC) es la única opción viable como instrumento para la conquista de la libertad política colectiva.
Estado del bienestar y bienestarismo
El Estado moderno nace cuando la servidumbre voluntaria (Étienne de La Boétie) se convierte en contrato social de obligado cumplimiento. En la modernidad, el Estado garantiza una cuota de seguridad a cambio de libertad —se renuncia a la libertad para salir del estado de naturaleza y entrar en el estado de civilización—. En el Estado Leviatán de la conocida como «teoría contractual del Estado» (que justifica la sumisión a la autoridad y la renuncia de la libertad a cambio de que «los hombres no se maten entre ellos»), ya no existe el orden natural: lo que existe es pura organización artificial.
Pero ¿cómo se justifica la obligación política de los gobernados (problema de Hobbes) en las siguientes generaciones, si este contrato ficticio o pacto de sumisión al Estado es originario de una sola generación? ¿Acaso no tendría cada sucesiva generación el mismo derecho que la primera a aceptar o rechazar el contrato original? (Antonio García-Trevijano). Para comprender esto basta con recurrir a la teoría sociológica de la circulación de las elites de Pareto o a la teoría psicológica de la dominancia social, para descubrir que la relación de dominancia —presente en toda sociedad animal— se ha convertido en auténtica razón de Estado. En toda sociedad existe un grupo selecto de individuos que con particular audacia, inteligencia, oportunismo o energía se eleva por encima de la media, apoderándose del artificial Estado e institucionalizando su superioridad sobre el hombre lobo del hombre (homo homini lupus), perpetuando y preservando así las jerarquías sociales.
El Estado es artificial, un «Gran Artificio». Es un artefacto que no es orgánico ni tiene voluntad: una máquina al servicio del hombre, «un mal necesario» (Karl Popper) e inevitable. Su necesidad radica en que presta su personalidad jurídica a la nación para actuar frente a terceros (por ejemplo, en la geopolítica) o regula mediante el Derecho los conflictos de intereses entre particulares para que no impere «la ley del más fuerte». Escribió James Madison que «si los hombres fuesen ángeles, el gobierno no sería necesario». Por desgracia, no somos ángeles, y las leyes tienen que proteger a la sociedad y mantener el orden social. Sin embargo, surge un grave problema cuando el Estado no tiene límites ni control, y son los hombres del Estado los que controlan y no respetan a la sociedad. Monstesquieu afirmó que «todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar del poder, hace falta que por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder». Por eso debe existir un sistema de frenos y contrapesos equilibrado, de modo que la sociedad controle al Estado —y no al revés—, asegurando siempre la presencia de un contrapoder que vigile al otro poder.
En las últimas décadas, los modelos del Estado del bienestar se han convertido en sistemas de bienestar en el Estado. No es lo mismo Estado del bienestar que «estar bien en el Estado». El cientificismo y el academicismo nos sugieren cuestiones relativas a los problemas que pueden suponer, por ejemplo, el envejecimiento de la población debido a los avances tecnológicos y las mejoras en la calidad de vida, dando lugar a una pirámide de población invertida. Verdaderamente esto es un problema; pero también lo es el asfixiante peso que suponen el aparato burocrático de un Estado expansivo y el ingente despilfarro de recursos por parte de la clase política dirigente.
El Estado del bienestar se ha convertido en una suerte de ideología: el bienestarismo. Una construcción artificial que desvía todo centro social (religión, cultura, arte, economía, familia, ecologismo, sexualidad, etc.) hacia el nuevo epicentro de la vida en sociedad: el Estado. Las desconcertantes admoniciones de Nietzsche («Dios ha muerto») están vigentes; la ausencia de Dios ha dado paso a la teología política rousseauniana, que ha ocupado el lugar de la religión. Bienvenidos a la nueva fe: el Estado como ente divino, la estadolatría.







