No es de extrañar una cierta desconfianza de los políticos en el arraigo popular, a pesar de la supina docilidad de los españoles. Está por ver cuál es el límite de bienestar, o siquiera haya un límite moral a los abusos que padecen. Así que habiendo innumerables manifestaciones culturales previniendo de la maldad de los gobernantes, «el pueblo» cae una y otra vez en torticeras maquinaciones.

⁠También sea de uso aceptado la máxima en política del especial cariz en aquellas medidas políticas revestidas de carácter democrático, aunque en el mundo sea difícil encontrar formas políticas que transmitan esa forma de gobierno.

Como contrapartida demagógica, existen las burdas manipulaciones que buscan investir de fundamento democrático a cuestiones no decidibles, o que infieren mágicamente otro resultado a la cuestión debatida.

Uno de esos subterfugios que engendran monstruosidades políticas son los «plebiscitos en diferido», que dotan a unas elecciones o votaciones de un carácter totalmente diferente al enunciado original. Se me ocurren varios ejemplos:

De unas elecciones municipales de 12 de abril de 1931 advino la Segunda República. La gente votó a concejalías y a alcaldías y el rey Alfonso XIII se batió en exilio voluntariamente, tomando unas elecciones municipales como un plebiscito a la forma de Estado. Todas estas condiciones, la ideología, la mala arquitectura institucional y el horror en que devino deberían servirnos a los españoles como prueba histórica de una república en sentido negativo, por incomparecencia de un rey y no por la virtud de sus gobernantes en unas buenas instituciones políticas.

De las llamadas elecciones generales de 1977, para diputados al Congreso y al Senado, los votados se creyeron investidos en nación política y redactaron una Constitución en secreto, producto del pacto de esa oligarquía, no de diputados elegidos a cortes constituyentes. Aún Felipe González aparece por los platós zarandeando «laCarta» cínicamente, siendo ésta producto del pacto de aquella oligarquía. El plebiscito posterior no fue más que una burda manipulación.

En las votaciones a las taifas autonómicas de 2017, la burguesía independentista catalana, en su parterre asignado en el «café para todos», recibió el milagroso poder de la autodeterminación. Ellos se engendraron a sí mismos, Cataluña no es una parte de España producto de la historia, interpretan que las votaciones autonómicas dotan de capacidades sobrenaturales a la oligarquía catalana.

¿Es que unas votaciones municipales en Villanueva del Trabuco (Málaga) darían como resultado una nueva nación si sale por mayoría un partido independentista? Así de infantil fue lo vivido, y así tragaron los españoles al punto de decir que debiera hacerse un referéndum del 100% de los españoles para dilucidar la independencia de una parte.

Y frente a las próximas votaciones al cementerio de viejas glorias de los partidos europeos, o Parlamento Europeo, el jefe de otra facción estatal, Feijóo, propone que sean consideradas las votaciones europeas como un plebiscito acerca de la continuidad de su compañero partidócrata Sánchez en el liderazgo de la oligarquía.

No se trata del hecho de que ningún partido sea oposición en la partidocracia, sino que Feijóo va a seguir percibiendo su sueldo pase lo que pase. Por ello, para no ensuciarse las manos en una moción de censura que debiera hacer él si fuera verdadera oposición, quiere dar carácter plebiscitario a la continuidad de Sánchez en las próximas votaciones europeas.

Los oligarcas no sólo siguen manipulando a los dóciles españoles, sino que todo apunta a que el pronóstico anunciado por García-Trevijano en el aumento de proporcionalidad en el régimen electoral —debido a la falta de consenso— será implementado en breve, a modo de regalar escaños a la lista más votada.

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