Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 261 de «La lucha por el derecho» nos habla de la diferencia entre la independencia institucional de la Justicia y la autonomía personal del juez.
«La Justicia no está politizada. Creo que los jueces trabajan con absoluta honestidad, responsabilidad y ética profesional». María Josefa Barbarín, la nueva presidente de la Audiencia Provincial de Guipúzcoa, se mostró así de tajante al descartar la politización de la Justicia en España durante su toma de posesión el pasado 2 de abril. «Otra cuestión es que a veces sean los políticos los que pretenden utilizarla, porque el juego político sin duda es voraz», añadió ante los medios de comunicación allí presentes confundiendo la independencia personal de los jueces con la institucional de la Justicia.
Uno de los temas más trascendentales en la construcción de una democracia formal radica en la independencia de la Justicia. Sin embargo, existe una confusión recurrente entre dos conceptos que son fundamentalmente distintos: la independencia institucional de la Justicia y la independencia personal de quienes han de aplicarla. Y siendo las dos básicas, la primera es insubsanable y presupuesto de la segunda.
La independencia personal de los jueces se refiere a la libertad individual de cada magistrado para tomar decisiones conforme a su criterio jurídico, sin estar sometido a presiones externas, ya sean políticas, económicas o sociales. Es una condición indispensable para el ejercicio honesto de la función jurisdiccional. Sin embargo, esta autonomía personal, aunque vital, no basta por sí sola para garantizar la justicia. Sin un entorno institucional que ampare y proteja esa independencia personal, los esfuerzos individuales son como hojas al viento: vulnerables y susceptibles a ser arrastrados por los intereses de los poderosos.
Por otro lado, la independencia institucional de la Justicia es mucho más amplia y esencial. Consiste en la capacidad de la Justicia, como entidad colectiva, de operar autónomamente dentro del marco del Estado, sin subordinación ni intromisión de los poderes políticos. Esto implica que las instituciones que conforman el sistema judicial deben estar diseñadas, organizadas y protegidas de manera que sus miembros puedan actuar con plena libertad. Es decir, es la estructura misma del sistema judicial la que debe ser impermeable a las influencias externas.
¿Por qué la independencia institucional es aún más importante? Porque solo a través de ella se puede desarrollar la independencia personal. Sin una arquitectura institucional sólida, los jueces se ven expuestos a una constante amenaza de represalias, manipulación o coacción. Es el marco institucional el que blinda al coloquialmente llamado poder judicial contra las interferencias y garantiza el equilibrio de poderes en una democracia.
Imaginemos un caso en el que un juez aislado, actuando desde su independencia personal, dicta una resolución en contra de los intereses de un alto dirigente político o económico. Si no existe un sistema institucional que lo respalde, ese juez podría enfrentar represalias que comprometan su seguridad, su carrera o incluso su vida. La independencia institucional actúa como el escudo que protege no solo a ese juez, sino a todos los actores del sistema judicial, permitiendo así que la Justicia se ejerza de manera imparcial y efectiva.
En conclusión, mientras que la independencia personal de los jueces y magistrados es crucial para garantizar decisiones individuales justas, es la independencia institucional la que establece las bases sólidas sobre las cuales se edifica una Justicia verdaderamente imparcial. Sin el amparo institucional, la independencia personal se convierte en una quimera. Y la actual Constitución Española, en su artículo 117, únicamente se ocupa de esa independencia personal de jueces y magistrados, de ahí que hable de ellos en plural como independientes, inamovibles y solo sometidos a la ley. Por mucho que nuestra reciente nombrada magistrada presidente de Sala diga lo contrario.
Estimado lector: ‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley. Al final se incluye un glosario de términos.
Sobre pactos que confunden arrogancia con seguridad y siembran tormentas donde debía crecer el diálogo
Queridos hermanos de las dunas y las estrellas:
En los bazares de Isfahán, los mercaderes del siglo X vendían espejos tallados con leyendas de inmortalidad. Los compradores, embriagados por el brillo, olvidaban que un reflejo no sacia la sed. Hoy, mientras recorro las calles de Toledo —donde las catedrales góticas susurran glorias pasadas y los bares venden tapas con más fervor que los domingos de misa—, contemplo cómo Occidente ha perfeccionado aquel arte: ahora venden «garantías de seguridad» con la misma ligereza con que un tabernero sirve vino aguado. Rumi, el sabio que caminó entre el desierto y el alma, nos advirtió: «El necio confunde el reflejo con el agua, y muere de sed mordiendo la arena». Occidente, hermanos, ha construido un oasis de papel donde los sedientos de paz beben tinta de tratados.
El Teatro de las Sombras Condicionales Imaginad un pacto donde treinta y dos naciones juran lealtad eterna… «si les apetece». Así es el célebre artículo 5 de la OTAN: un escudo de palabras que se agrieta ante el primer susurro de guerra. En vuestras tierras, si un beduino promete proteger a su tribu y huye al ver al enemigo, lo llaman cobarde. En Occidente, lo nombran «realista» y le dan una medalla.
En esta España que hoy me acoge, un periodista valiente preguntó al bufón Trump: «Si Marruecos invade Ceuta, ¿defendería EE.UU. a España […] si no pagamos el 2% del PIB?». El magnate, oráculo de lo obvio, respondió con un guiño: «La lealtad es cosa de tontos… o de socios que pagan». ¡He aquí el dogma moderno! La seguridad, otrora sagrada, se cotiza en bolsa. Y España, con su Gibraltar ocupado y sus enclaves en África, baila sobre el alambre: ¿defenderá la OTAN sus fronteras o las subastará al mejor postor?
España: El imperio que supo ser puente (y no espada) Permitidme, hermanos, un elogio a esta tierra donde la cruz y la media luna tejieron siglos de convivencia. España, madre de un imperio que —como bien señala el pensador Marcelo Gullo— «no fue perfecto, pero sí único». Mientras Inglaterra aniquilaba indígenas y quemaba culturas en nombre del progreso, los misioneros españoles —con errores y luces— fundaban universidades en México y tradujeron la Biblia al quechua. El teólogo Francisco de Vitoria, desde Salamanca, proclamó que «hasta los indios tienen alma», herejía para los anglosajones que cazaban pieles rojas como animales.
Hoy, España olvida su grandeza. Sus elites, avergonzadas de su historia, derriban estatuas de Isabel la Católica mientras veneran a mercaderes sin escrúpulos. La fe que construyó catedrales y hospitales se marchita en museos, sustituida por el culto al becerro de oro neoliberal. ¿No es trágico? El país que evangelizó continentes ahora mendiga seguridad a un magnate que vende lealtades en Twitter.
Mongolia: El reino que desnuda la farsa Viajad conmigo a las estepas donde el viento borra las huellas de los conquistadores. Mongolia, enclavada entre dragones y osos, no tiene bases militares ni artículo 5. ¿Su crimen? Confiar en la diplomacia, no en los tanques. Mientras Europa gasta billones en «disuasión», Ulan Bator negocia rutas comerciales y canta khoomei bajo las estrellas. Ibn Khaldun, maestro de la asabiyyah, susurra desde el pasado: «El miedo a lo imaginario es la cárcel del sabio».
Occidente, sin embargo, desprecia esta lección. Para ellos, la neutralidad es herejía, como si la paz fuese un pecado que debe expiarse con cañones. Exigen que Ucrania elija entre dos amos —Rusia o la OTAN—, igual que el sastre que vende abrigos de nieve en el desierto. ¿No ven que su obsesión por las alianzas multiplica los enemigos que dicen combatir? El Corán nos advierte: «Quien siembra vientos, cosecha tempestades».
El espejismo y los eunucos Termino con dos imágenes. La primera: Ferdousí, el poeta persa, narra cómo un rey construyó un ejército invencible… de arena. La marea lo borró al alba. La OTAN, hermanos, es ese ejército: imponente en papel, frágil ante la primera ola de realidad.
La segunda: En 1492, mientras Colón zarpaba de Palos, los Reyes Católicos firmaban edictos para proteger a los nativos —normas que, aunque imperfectas, reconocían humanidad donde otros veían bestias—. Hoy, España, heredera de ese legado, mendiga protección a un hombre que mide el valor de una vida en dólares.
Occidente, en su soberbia, olvida que la verdadera seguridad no se compra con firmas ni se impone con misiles. Florece cuando los Estados, como buenos vecinos, cultivan su tierra sin envenenar la del otro. Ucrania no necesita más espejismos; necesita la sabiduría de Samarcanda, donde los mercaderes prosperaron no por espadas, sino por puentes.
Que Alá ilumine a quienes confunden arrogancia con cordura, y reflejos con agua. Y que España, al menos, recuerde que un imperio no se construyó con cañones, sino con la fe que movió montañas… y la humildad de saber que hasta el más pequeño puente perdura más que el más alto muro.
— Sheij Ibrahim al-Hamadani, desde el Alcázar de Toledo, donde las piedras aún recuerdan el rumor de las tres culturas.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.
Nota editorial sobre las ‘Cartas persas’: «Ningún espejo refleja la verdad entera, pero todo reflejo invita a cuestionarla». Las cartas del sheij Ibrahim al-Hamadani —y su «estimado hermano en Isfahán»— son un homenaje literario a Cartas persas de Montesquieu, obra maestra donde un viajero oriental critica con ironía las costumbres francesas. Este sheij es un personaje ficticio, creación satírica que encarna la mirada de un sabio islámico clásico para analizar Occidente: su pluma no defiende regímenes, dogmas ni banderas, sino que usa la tradición cultural persa como lente para interrogar el poder, la hybris y los espejismos de la modernidad. Sheij Yazid al-Rashid, mencionado en los textos, tampoco existió: es un compuesto de figuras como el sufí Al-Bistami (maestro de la lucha contra el ego) y filósofos que convirtieron la crítica en arte. Su propósito no es enseñar el islam, sino recordar —como hicieron Hafez, Rumi o Al-Farabi— que toda verdad se fragmenta en perspectivas.
«El sabio no teme a los espejos rotos, sino a quienes creen poseerlos intactos» (inspirado en Hafez).
La corrupción moral no es solo un acto de deshonestidad; es una traición a los principios que sostienen la convivencia y la justicia en una sociedad. En este contexto, las recientes demandas interpuestas por el rey abdicado Juan Carlos I contra Miguel Ángel Revilla y Corinna Larsen, mientras históricamente se ha amparado en su inviolabilidad regia para defenderse de otras acusaciones, representan un caso emblemático de este fenómeno.
Esta conducta no solo revela una contradicción lógica —la de pretender ser parte activa de un proceso judicial cuando conviene y parte ausente cuando no— sino que evidencia algo aún más grave: una corrupción moral profunda, fruto de un sistema que ha renunciado a la virtud como principio del poder.
Entre todas las formas de poder corrompido, ninguna es más repugnante ni más nociva para la salud de una nación que aquella que, investida de una autoridad simbólica, se presenta como garante de la unidad mientras practica la hipocresía jurídica y la inmoralidad política. Cuando la monarquía tiene que defender su honor en los tribunales, es que ya lo ha perdido. Y con este, su propio fundamento.
Esta situación no solo erosiona la credibilidad de la monarquía, sino que también pone en evidencia una crisis más profunda: la desconexión entre los valores que deberían guiar a las instituciones y las acciones de quienes las representan. La corrupción moral no reside únicamente en actos ilícitos, sino en la falta de coherencia entre el discurso y la práctica.
La monarquía de partidos española, renacida del franquismo y que consolida la Transición hipotecando su futuro para siempre —esa farsa pactada entre franquistas reciclados y partidos estatales—, ha renunciado a la democracia hipotecando su futuro para siempre.
El problema no es Juan Carlos como persona. Es el régimen que ha hecho posible que su figura, rodeada de escándalos y mentiras, siga siendo tratada con deferencia y privilegio. Es la cultura de la irresponsabilidad heredada de la dictadura y maquillada con lenguaje pseudoconstitucional. Es la corrupción moral de un país que ha cambiado lealtad por servidumbre.
La inviolabilidad es un ejemplo del privilegio que contradice el principio de igualdad ante la ley. ¿Cómo puede una sociedad aspirar a la justicia si sus líderes no están sujetos a las mismas normas que los ciudadanos?
Pedro Manuel González, autor del libro «La Justicia en el Estado de partidos», en el capítulo nº 260 de «La lucha por el derecho» nos habla de la monarquía de partidos en España y su corrupción moral.
La actual corrupción no es del gobierno actual ni del anterior, es del Estado de partidos, donde el factor del gobierno es el consenso y no la democracia.
Estimado lector: ‘Cartas persas’ se publica en la revista del MCRC Diario de la República Constitucional, fundada por Antonio García-Trevijano, arquitecto de la teoría pura de la democracia. Inspirada en Montesquieu ―cuya separación de poderes Trevijano llamó «alma de la libertad»―, esta columna presenta a un sheij iraní que observa Occidente con ironía coránica y rigor constitucional. Sus cartas, herederas del espíritu crítico de ambos pensadores, desvelan las falsas democracias donde el poder se disfraza de ley. Al final se incluye un glosario de términos.
Cuando la hipocresía se viste de profeta y el tiempo marca cuentas pendientes
Querido hermano Ibrahim:
En tu última carta, hablabas de los espejos que devuelven miradas ausentes. Hoy, en el vestíbulo de la ONU —ese templo donde los déspotas se besan las mejillas y las bombas llevan grabado «Made with Democracy, Nuevo Orden Mundial»—, un diplomático francés me susurró al oído: «El arte de gobernar es el arte de posponer el Juicio Final». Mientras hablaba, su reloj Patek Philippe marcaba la hora exacta en que un dron incineraba a un pastor kurdo. Ibn Khaldun, desde los pliegues de mi turbante, musitó: «Los imperios mueren cuando confunden sus espejismos con espejos».
Caminé luego hacia un museo cercano, donde un mosaico persa robado en 1258 —año en que Hulagu Khan redujo Bagdad a cenizas— brillaba tras un cristal blindado. La placa rezaba: «Civilización llevando luz a las tinieblas». La ironía me desgarró: ¿acaso no fue aquel saqueo lo que nuestros sabios llamaron «la muerte de la sabiduría»? Occidente no roba artefactos: secuestra narrativas. Hoy, los nuevos mongoles no usan catapultas; lanzan hashtags.
En esta tierra, la política no es el arte de lo posible —como desvelaría Antonio García-Trevijano—, sino la coreografía de un ballet macabro donde todos piruetean al compás de «Nosotros somos los buenos». El profesor Diesen desnuda lo que llama «fundamentalismo ideológico»: esa fe incuestionable en que las democracias occidentales son, por ontología, pacíficas y virtuosas, mientras sus rivales son entidades metafísicas del Mal. Es el mismo dualismo que condenó Al-Ghazali: «Quien divide el mundo en halal y haram olvida los matices del crepúsculo». Occidente ha convertido a Maquiavelo en predicador digital de TikTok: «El fin justifica los memes». Netanyahu, ese rapsoda de tragedias antiguas, corea «autodefensa» mientras sus drones escriben שלום (shalom, paz) en humo sobre Gaza. ¿No es el mismo faraón del Surah Ta-Ha que ahogaba niños en el Nilo mientras se ungía «dador de vida»?
Kenneth Waltz, ese teórico venerado aquí como profeta secular, advirtió que ningún sistema otorga inmunidad moral. ¿Acaso Atenas, cuna de la democracia, no masacró a Melos en el 416 a.C.? ¿O Roma, madre del derecho, no crucificó esclavos en la Vía Apulia? Hoy, Occidente se atribuye una pureza que ni Salomón hubiese osado reclamar. Las guerras ya no son guerras: son «intervenciones humanitarias»; el gas que venden lleva etiqueta de virtud: «moléculas de libertad». ¡Ingenioso! Hasta los átomos se pliegan a su narrativa.
En el zoco digital —donde los influencers son mercaderes de indignación selectiva—, presencié cómo un youtuber convertía lágrimas de cocodrilo en criptomonedas: «10000 suscriptores = 1 denuncia contra Irán». El algoritmo, ese becerro de oro moderno, bendijo el trueque. Así funciona el soft power: bombardeas una nación, luego subes un TikTok con filtro sepia diciendo «#PrayForX». Zelenski, ese Stanislavski geopolítico, interpreta David contra Goliat mientras el FMI le presta misiles al 20% de interés. ¿No es el mismo cuento de los cruzados vendiendo indulgencias para financiar masacres? Hasta el Tío Sam envidia su carisma: vende «libertad» en Amazon Prime, con reseñas de cinco estrellas escritas por fantasmas de Hiroshima.
Te contaré un secreto, Ibrahim: en Teherán, un anciano copista me ofreció «hashtags benditos para tuitear suras». Le respondí con Rumi: «La palabra que necesita adornos es como un cadáver perfumado». Occidente no tiene monopolio sobre la hipocresía; solo mejores orfebres para dorar cadenas.
Recuerdo cuando, en mi juventud, estudié el Kitab al-Ibar de Ibn Khaldun. Allí se explica cómo los imperios se derrumban cuando confunden su propaganda con la realidad. George Kennan, ese diplomático que aún susurra desde el pasado, advirtió en 1982 sobre el peligro de «demonizar al adversario hasta volverlo irreconocible». Un año después, el ejercicio Able Archer de la OTAN casi desató el apocalipsis nuclear: los soviéticos, convencidos de que era un ataque real, estuvieron a minutos de responder. Reagan, tras años de llamar al Kremlin «imperio del mal», descubrió con perplejidad que «ellos también nos temían». ¿Cómo es posible —se preguntó— que no vieran nuestra bondad innata? Es como si el león preguntara a la gacela por qué temblaba mientras le clavaba los colmillos.
Allah advierte en el Corán (22:47): «Un día ante tu Señor es como mil de los que contáis». Pero en esta era, bastan segundos: la OTAN expande sus bases y llama «paranoia» a la resistencia, igual que los cruzados gritaban Deus lo vult al saquear Bizancio. Netanyahu tiene su propio reloj: un cronómetro de oro sincronizado con la Bolsa de Nueva York. Cada tick es un misil vendido; cada tack, un niño enterrado. Líderes con coronas de reality show, ciegos a la advertencia coránica —«se les prueba una o dos veces cada año» (9:126)—, disparan consignas como balas. Las multitudes aplauden con palomitas en mano, ignorando que el premio es un trono en el infierno… con alfombra roja de sangre seca. ¿El colmo? Han convertido el Juicio Final en espectáculo de streaming: «¡El apocalipsis será tendencia global antes del primer café!». Mientras Gaza arde, el algoritmo recomienda palomitas.
Termino con dos visiones que se persiguen como lobo y luna: (1)La parábola del Faraón moderno: Cuando Yusuf advirtió a Egipto sobre siete años de hambruna, no imaginó que Occidente almacenaría arrogancia en lugar de trigo. Hoy, sus silos rebosan certezas podridas. (2) El espejo de Isfahán: En mi ciudad natal, un mercader guarda un espejo que muestra a los hombres no como son, sino como temen ser. Un general israelí lo rompió al verse reflejado: un niño palestino con las manos vacías.
Rumi decía: «La lámpara no discute con la oscuridad; se limita a encenderse». Pero hoy, hasta la luz tiene precio: los drones sobrevuelan Gaza llevando «ayuda humanitaria»… y una factura pagadera en generaciones.
Que Allah nos guarde de los que rezan con versículos y matan con contratos.
Tu hermano en el exilio, Sheij Yazid al-Rashid. Viena, en la noche de los relojes rotos.
Glosario:
Becerro de oro moderno: Dioses digitales que sacrifican la verdad en el altar del engagement. Cada clic, una ofrenda; cada like, un réquiem.
Kitab al-Ibar (Ibn Khaldun): Los imperios caen cuando sus tuits pesan más que sus tratados. Occidente repite el ciclo: confunde viralidad con victoria.
Deus lo vult: Grito cruzado del siglo XI. Traducción moderna: «intervención humanitaria». Mismo resultado: escombros y huérfanos.
Surah Ta-Ha: El faraón ahogaba niños en el Nilo; hoy, los drones los entierran en Gaza. Mismo tirano, nuevo diccionario.
Fantasma de Hiroshima: 140000 almas usadas como hashtags en discursos, borradas en contratos de armas. Los muertos no enseñan; adornan.
Antonio García-Trevijano: Desenmascaró el teatro de la democracia en Europa: los diputados actúan libertad, pero el guion lo escriben los bancos.
Corán 9:126: «¿No ven que se les prueba cada año?». Los líderes occidentales responden subastando misiles en Wall Street.
Ibn Khaldun: Profeta del colapso: los imperios mueren cuando su propaganda huele a podrido… y Occidente ya huele.
Nota final: «El arte de gobernar es el arte de posponer el Juicio Final»… pero el reloj de la historia no perdona.
Las opiniones aquí expresadas pertenecen al personaje ficticio, no a sus autores reales ni al equipo editorial. La ironía es un puente, no un muro.
Nota editorial sobre las ‘Cartas persas’: «Ningún espejo refleja la verdad entera, pero todo reflejo invita a cuestionarla». Las cartas del sheij Ibrahim al-Hamadani —y su «estimado hermano en Isfahán»— son un homenaje literario a Cartas persas de Montesquieu, obra maestra donde un viajero oriental critica con ironía las costumbres francesas. Este sheij es un personaje ficticio, creación satírica que encarna la mirada de un sabio islámico clásico para analizar Occidente: su pluma no defiende regímenes, dogmas ni banderas, sino que usa la tradición cultural persa como lente para interrogar el poder, la hybris y los espejismos de la modernidad. Sheij Yazid al-Rashid, mencionado en los textos, tampoco existió: es un compuesto de figuras como el sufí Al-Bistami (maestro de la lucha contra el ego) y filósofos que convirtieron la crítica en arte. Su propósito no es enseñar el islam, sino recordar —como hicieron Hafez, Rumi o Al-Farabi— que toda verdad se fragmenta en perspectivas.
«El sabio no teme a los espejos rotos, sino a quienes creen poseerlos intactos» (inspirado en Hafez).
Hoy publicamos un programa especial presentado y conducido por Marcelino Merino, donde el Catedrático Don José Ignacio Velázquez Ezquerra, hace un detallado análisis de la vida y obra del Barón de Montesquieu, así como de la vigencia de su pensamiento en el Siglo XXI.
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