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lunes 22 diciembre 2025
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Consenso canónico

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En el debate de investidura, el candidato, ha insistido en contar con todos los grupos de la Cámara para lograr “pactos institucionales lo más incluyentes posibles”, y ha tenido la deferencia de tender la mano a Rajoy, ofreciéndole pactar la financiación autonómica, la renovación de los órganos judiciales y la lucha contra ETA. Asimismo, el portavoz parlamentario del PSOE, José Antonio Alonso, tras recalcar el triunfo, en las recientes elecciones, de un modelo de gobierno y el fracaso de una estrategia de oposición basada en la crispación, espera que todo lo ocurrido en la anterior legislatura sea una cuestión del pasado, y que pueda forjarse un nuevo marco de colaboración.   Mariano Rajoy está predispuesto al consenso y a generar “un clima de confianza” rebajando sus condiciones para alcanzar un Pacto Antiterrorista con Zapatero, que ni siquiera tendrá que ser recogido por escrito. El líder del Partido Popular también desea abrir cuanto antes las negociaciones con el PSOE sobre los asuntos de Estado, como el desbloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional.   Si la inclinación al pacto es la actitud más enaltecida; si el leiv motiv de la política española es el consenso, lo más conveniente sería que los dos partidos con aspiraciones gubernamentales elaborasen un programa compartido (al que se adaptarían los grupos minoritarios), y se presentaran a las elecciones con sus propias listas, dando a los votantes la posibilidad de escoger entre talantes políticos diferentes, con la seguridad de preservar una política común, sin necesidad de realizar esfuerzos para ponerse de acuerdo después de los comicios.   La consecución de una gran coalición, al ser preelectoral, estaría dentro de la mayor corrección política, y al estar integrada la oposición en el gobierno, se llegaría a una situación de absoluto autocontrol del poder. Resultado final del consenso.   hechos significativos En un colegio de Palma de Mallorca se exige a los alumnos de Primaria hablar catalán hasta en el recreo. La dirección del centro lo justifica aludiendo a “la lealtad al proyecto lingüístico”, para que los niños no formen guetos. Manuel Chaves ha ofrecido a Rosa Aguilar, única alcaldesa de Izquierda Unida en una capital de provincia (Córdoba), la consejería de Obras Públicas de la Junta de Andalucía. Una jueza que olvidó, durante más de un año, liberar a un preso que ya había sido absuelto, es condenada a la pena de un año de suspensión de empleo y a indemnizar a la víctima con 103.000 euros.

Agelasta

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El muerto llega a los infiernos (foto Sebastiá Giralt)  Agelasta Su mirada hace que los pensamientos se mueran de pena, porque Agelasta vive en una ausencia muy larga. Ausencia de libertad, de fortaleza, de descanso. Sin libertad el ser se fuga hacia otro; con odio o con entrega, pero siempre otro. Sin ser faltan fuerzas para todo, pero primero para estar junto a lo propio. Misantropía sin nombre. Luchan contra lagartijas que creen dragones y desprecian las proezas ajenas. Es mejor que no rían. Lo harían  hiriendo; cuando aman lo hacen hiriendo, cuando odian lo hacen hiriendo.   Todos los españoles vivimos una libertad vigilada. Sin libertad política todas las libertades ciudadanas son un tiempo de prueba. Sin consciencia de lo que significa y puede lograrse en común, no habrá libertad política. Y no habrá risa. La partidocracia, como cualquier régimen ciego de belleza y seco de libertad, ha degenerado a quienes lo asimilan y a quienes lo combaten. Muchos han dejado de reír aunque la mueca diga lo contrario. Persiguen con el deseo de sí mismos. Se consuelan con una carcajada desquiciada y vuelven a quedar mudos.   Agelasta odia a la naturaleza porque es indiferente a su ser. Prefiere no sentirse aludido por la enormidad que lo engloba. Le molestan su crueldad y la fría intemperie. Duelen tanta indiferencia e incansable prepotencia. Por eso rebusca en su interior y en los enfrentamientos infantiles como Démeter buscó desconsolada a Perséfone. Cuando la diosa descansó, tuvo que hacerlo sobre la piedra Agelasta. No hay piedra, sombra o alimento que sane el desasosiego de una madre huérfana. Ningún agelasta encuentra descanso verdadero porque no hay respiro para la servidumbre, siempre está en juego lo que más se quiere o lo que más se es. No hay descanso en la esclavitud. Agelasta es sordo, no se puede ayudar a sí mismo a escapar del atropello que se cierne sobre él. Mira con odio a los hombres y con ternura a las ideas. Con desnaturalización en los sentimientos, sin reposo verdadero, sin noche, sin sueño.   Fue don Francisco Rabelais quien acuñó el término “agelastas”, los que nunca ríen.

Legislar como amenaza

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Tan universal se ha hecho en España el disvalor del consenso;  tan ausentes están de la cultura politica -impuesta desde el Estado por la Transición-  los valores de la democracia, la libertad, la ley, la verdad y el decoro;  tan cínica es la  educación de la clase politica y los medios de comunicación; tan habituados están los gobernabilísimos españoles a considerar normal lo que, a las luces del sentido común o la decencia pública, es claramente anormal  o perverso; que a nadie le parece ya extraño lo que,  en cualquier otro país de Europa occidental, salvo Italia, sería escandaloso o delictivo.   No hablamos de la corrupción económica de los cargos públicos,  ni de la degeneración judicial,  cuya causa común está en la no separación de los tres poderes estatales. Nos referimos a la conducta, nítidamente dictatorial y grosera, de los dos jefes de partidos gubernamentales que, públicamente, se está manifestando con inusitada crudeza después del resultado electoral.   Como hacía Franco, el jefe del PP, Don Mariano Rajoy, se ha arrogado la licencia de nombrar “in pectore” a los nuevos cargos estatales de su partido (todos los rangos en las Cortes son estatales), sin informar siquiera a los propios interesados. Nada le importa lo que, respecto del funcionamiento  democrático de los partidos, ordenan la Constitución y los Estatutos de su Partido. Lo que mejora, al parecer, es su delicadeza de no comunicar los nombramientos por un motorista. Y su partido lo acepta sin rechistar.     Más ilustrativa del espíritu dictatorial que anima la voluntad de poder de los jefes de partido, ha sido la parte del discurso del candidato referente a la renovación del CGPJ y del TC. En materia que afecta a la posibilidad de independencia judicial, el Sr. Zapatero dijo que si no obtiene el consenso del PP a su propuesta de renovación, dictará una ley, “como remedio excepcional”, para asegurar “una elección transparente de sus vocales”. La amenaza es patente. Si tú no aceptas mi propuesta, según la regla del consenso que nos permite transigir,  te la  impondré mediante la excepción de una ley.   Para Zapatero la ley no es el “medio” normal de regular la cuestión judicial. Prefiere  la opacidad del consenso. Pero si no lo obtiene, asusta con una ley “remedio” que asegure la transparencia en la elección del poder judicial. La transparencia es lo  amenazante.   florilegio "La ley politica, como ley de fuerza, si no está fundada en algún principio de ordenación de la razón hacia la libertad colectiva, engendra enemistades de poder que tienden a su exterminación recíproca."

Aquella rosa del PSOE

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Disputó el liderazgo del partido a Zapatero. Intentó hacer oír su voz en contra de la negociación con ETA, mientras sus compañeros, fuera de todo cauce legal,  diseñaban una mesa de partidos para la negociación política. Tuvo la valentía de renunciar a su acta de eurodiputada y abandonar el cobijo del partido para lanzarse a la aventura de formar un nuevo partido, pocos meses antes de unas elecciones generales. La audaz e ilusa propuesta de regeneración democrática ha inducido el trabajo de base de otras organizaciones y la colaboración de otros partidos, y aunque el seguimiento de su austera campaña electoral por parte de los medios afines a la derecha ha facilitado que se la “etiquete”, a ojos de su electorado potencial, en la izquierda indefinida; Rosa Díez se ha hecho escuchar por el presidente Zapatero en el debate de auto-investidura.   Rosa Díez en campaña electoral (foto: MCRC) Las reivindicaciones de UPyD, en el sentido de recuperar para la administración central del Estado competencias concedidas a las autonomías tan fundamentales como la educación, se oponen a la tendencia centrífuga de los poderes autonómicos, que sin tales concesiones, no podrían aspirar, creando un clima de opinión favorable en la sociedad, a la formación de Estados propios, un propósito que se inspira en la estrafalaria idea de la Europa de las regiones.   Se entiende perfectamente que los bancos se negaran a concederle créditos para financiar una campaña electoral de ámbito nacional, con un punto de partida tan desigual con respecto a los grandes partidos; también que al llegar a las imprentas para conseguir las papeletas con sus listas provinciales, les fuera en muchos casos imposible obtenerlas; como que tenga que compartir el tiempo de discurso en el Parlamento con el resto de diputados que forman el grupo mixto; que señale la discriminación institucional de la lengua española en Cataluña, Galicia y País Vasco que rompe la igualdad de los españoles, quedando los que proceden de otras comunidades fuera de los concursos a puestos públicos; y que denuncie la injusticia de la ley electoral de proporcionalidad modificada. Lo que no tiene explicación es que la discriminada Rosa Díez no destape la causa verdadera y objetiva de las injusticias que denuncia: la imposibilidad intrínseca de controlar el poder sin separación de poderes y el bloqueo del progreso social al no existir instituciones políticas representativas.

Auto-investidura

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Los votantes en las pasadas elecciones  generales  del 9 de marzo suponían que estaban “escogiendo”  al presidente del gobierno de la nación política. Era y es una convicción “generalísima” entre el “electorado”. Pero, en realidad, las “elecciones generales” no eran para elegir a un presidente del gobierno. Es sorprendente, mas es así. Los que designan al presidente del gobierno de España son los diputados del Congreso. Tal es la legalidad constitucional vigente: se erige un parlamento con la función única de nombrar al jefe del partido con más “escaños”. Esta “mala costumbre”, en la rara hipótesis de una conjunción de partidos nacionalistas -vascos, catalanes, gallegos, canarios- que  alcanzara algún día la cantidad de 169 diputados, podría conllevar que éstos nombrasen, sin mayores problemas legales, un presidente del gobierno de España.   Todos los partidos políticos estatales, insisten vanamente en que los votantes “voluntarios” eligieron el “proyecto” o el “programa“de un partido determinado. Obviamente no es así. Es una ilusión post-electoral más. Todo el mundo sabe que se votó “Rajoy o Zapatero” y que éste último, debido a la ley electoral proporcional, consiguió un mayor número de  diputados que el primero; y ese mismo día, el presidente del gobierno fue escogido. ¿Qué sentido tiene  que los congresistas del Legislativo  voten ahora la “investidura” del presidente del gobierno? ¿No lo había elegido ya el soberano pueblo español el 9 de marzo?   Si los diputados asignados al Parlamento solamente tienen la función de votar a su jefe de partido. ¿No es la llamada “investidura” una “auto- investidura”? Pero eso supone la evidencia de que el Parlamento no ejerce su función de representar al pueblo para hacer las leyes y controlar al poder ejecutivo. Franco era más coherente. Él era jefe del Estado y cabeza del Gobierno por la “gracia de Dios” y no por “la gracia de sus procuradores”.   Señores Zapatero y Rajoy (foto: sagabardon)

Ineficacia judicial

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Sin darnos tregua, y tras el gravísimo error judicial destapado en el caso del asesinato de la niña Mari Luz Cortés, la justicia de poderes inseparados nos brinda un nuevo episodio de terrorífica ineficacia. La Sentencia que condenó inicialmente al GRAPO Marcos Martín a 30 años de prisión por el asesinato de un policía, ha resultado anulada por el Tribunal Supremo, porque durante el juicio, una testigo protegida no pudo ratificar su testimonio. Este imprescindible acto procesal no tuvo lugar al resultar imposible su localización y citación a juicio.   Placa del Cuerpo Nacional de Policía (foto: Chumicorp) La protección de la testigo, que ni siquiera puede ser localizada para su citación, así como el propio control de su acto de presencia a disposición del órgano jurisdiccional, correspondían a la Policía Judicial, instrumento indispensable para materializar las resoluciones judiciales del Juez instructor en su labor investigadora y de preparación del juicio oral.   Este error que parece incomprensible, tiene explicación, si se considera la ausencia, ya denunciada en el Diario, de una auténtica Policía Judicial, al servicio exclusivo de jueces y magistrados, tanto orgánica como funcional y económicamente, en lugar de la simple asignación de dotaciones policiales dependientes del Ministerio del Interior a los órganos judiciales, que se da en la actualidad. Un eficaz funcionamiento de la Justicia precisa de una Policía Judicial separada, tanto para garantizar la independencia y cumplimiento sin injerencias políticas de la ejecución de las órdenes judiciales, como para delimitar y concretar de forma precisa, sus funciones y actuaciones al servicio del proceso.   Al no existir una Policía Judicial auténtica, la actuación de las unidades así designadas nominalmente, se limita a un mero auxilio administrativo del Juez, sin la imprescindible inmediatez, claridad interpretativa de las órdenes y seguimiento efectivo en el tiempo de lo acordado judicialmente.  Sólo la configuración de la Policía Judicial como parte integrante del órgano jurisdiccional, delimita una atribución directa de funciones y responsabilidades, que impiden errores de esta índole.   Si para el cumplimiento independiente de las órdenes judiciales resulta imprescindible una Policía Judicial que merezca tal nombre, la eficacia judicial demanda que aquélla esté separada de la administración y disponga de su propia organización y presupuesto.

Patología del pacto

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Hemiciclo (foto: capitrueno) El hombre enfermedad del hombre, decía Nietzsche. El hombre de partido en una sociedad política estatalizada, patología de una sociedad civil inerme ante la opresión, incompetencia y corrupción inherentes a la Monarquía de partidos. Jung en su libro “Presente y porvenir”, afirmaba que el Estado moderno manejado por algunos individuos sin escrúpulos, podría conducir a una situación o forma de sociedad primitiva, sometida a la autocracia de un jefe o de una oligarquía todopoderosa.   El desquiciamiento civil de los partidos políticos que se han enquistado en el Estado, se manifiesta con toda crudeza en el templo donde se rinde culto a la ficticia soberanía popular, mientras se evidencia la realidad partidocrática. Los votantes han refrendado el poder constituido manteniendo su distribución interna entre los partidos.   El jefe del partido estatal secundario, aboga por el paroxismo del consenso: “Los pactos de Estado deben ser entre ustedes y nosotros” aunque “mejor que estén todos”. El jefe del partido gubernamental se vanagloria de la impoluta trayectoria del PSOE que “ha estado en todos los consensos de Estado en estos treinta años”, remontándose a la fuente de la infección: “El gran pacto de Estado es el Constitucional”.   Esta regresión estatal, de la que los españoles no estaban inmunizados en la transición, tuvo lugar en la postguerra. La superpotencia que tras derrotar al totalitarismo, desplegó sus fuerzas de ocupación en la Europa occidental, recurrió a las ajadas hojas de servicios que habían prestado, entre otros, los fracasados Adenauer o De Gasperi, para reconvertir el Estado de partido único en Estado de partidos. Con este golpe de mano constitucional, se destruye el carácter representativo que suponía el parlamentarismo. Los estados europeos sin división de poderes nunca fueron democráticos, ahora tampoco son liberales.   En el Congreso no hay discusión política, porque se ha sustituido por la unísona palabra del poder. El deseo irreprimible de entregarse al pactismo, para volver a integrarse en la paz sin problemas de la materia estatal de la que proceden todos los políticos del régimen, revela una tendencia “thanática”, como diría Freud. El consenso es el permanente suicidio de la política al que asiste impasible la sociedad civil.

Dentro de un partido

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La democracia requiere transparencia informativa. Los jefes de los partidos pactan y toman decisiones en secreto, una conducta oscurantista impropia de un sistema político abierto. Reservarse información política o manipularla conforme a  intereses bastardos, son flagrantes menosprecios de la opinión públicas y del electorado. Una forma de proceder, basada en la intriga, también revela el grado de desconfianza interna que hay en esas organizaciones del poder estatal, que seguimos llamando partidos políticos.   Rajoy ha obrado, estas últimas semanas, con el temor de que sus decisiones fueran conocidas con antelación y sometidas a la crítica, produciendo movimientos de contestación entre los insatisfechos. Los conmilitones han esperado con ansiedad el nuevo reparto de cargos directivos y dádivas, que la suprema autoridad del partido ha otorgado. Con una calculada postergación de su decisión, el jefe puede ir observando las distintas corrientes que surcan el interior del partido, y hacer lo que más le convenga.   Hacer pública la ambición antes del pronunciamiento del líder, puede ser interpretado como un amago de revuelta o de rivalidad. Y esa tímida competencia por el control del partido suele resolverse con la renuncia a la presentación de una candidatura alternativa. Las cunetas de la partidocracia están llenas de cadáveres políticos que no midieron los tiempos ni las fuerzas propias. Los militantes destacados son barridos de la escena si su fidelidad resulta sospechosa.   Los partidos estatales se convierten en focos de ansias de poder contenidas, en centros de mutua desconfianza, donde las humillaciones y el servilismo desembocan en la indignidad del que está dispuesto a pasar una serie de pruebas infamantes para medrar.   Si ilusas esperanzas hacen creer que la participación en la política partidista de este régimen puede aportar distinción o buena fama, el desengaño es inevitable. Se corre el riesgo de perder la dignidad y lo que nos hace verdaderamente humanos: la libertad. La partidocracia genera una servidumbre que es cada vez  más visible, a pesar del ficticio mundo político que los medios de comunicación presentan. Los fabricantes y comerciantes de ilusiones difuminan las señales que conducen a la democracia, tratando de alargar la separación entre un presente destinado a perecer y un porvenir que ha de cumplirse. Don Mariano Rajoy (foto: ppcatalunya)

Un fraude bienquisto

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Bandera de IU (foto: comcinco) La desvergüenza intelectual de los promotores del despotismo político alcanza niveles insidiosos cuando abordan el asunto de la representación política. Al igual que con las formas de gobierno, un eclecticismo imposible, como petición de principio, bloquea el razonamiento sobre los sistemas electorales. En el mundo felizmente democrático, unos se inclinan por lo proporcional y otros por lo mayoritario, con ventajas e inconvenientes auscultados por los especialistas en politología infusa.   La homologación democrática de ambos sistemas electorales es una escarnecedora falsedad. La representación política de los ciudadanos sólo es posible a través de circunscripciones uninominales. Una irreflexiva o descuidada tendencia a la justicia suele conducir a gentes de buena fe y mala cabeza, al automatismo de adherirse a lo que los demás (los más tenaces, astutos o influyentes) quieran hacer pasar por inapelable. Al decantarse por un régimen electoral proporcional, muchos creen obedecer a ese sentido primario o instintivo de justicia que informa sus opiniones.   Sugestionados por la apariencia de la justicia, consideran digno de todo encomio que se produzca el mayor grado de proporcionalidad entre el número de votos obtenidos y los premios, en forma de escaños, concedidos a los partidos. Un equitativo reparto que sería una bonita ilusión, si no fuese pasto de la demagogia y la incultura de la democracia. El Sr. Llamazares cree que es un fraude lo que le cuesta un escaño a Izquierda Unida, y se lamenta ante el Sr. Zapatero de que están dejando a un millón de personas fuera del pacto constitucional.   Esa querencia por una traslación exacta de la voluntad general al sagrado recinto de la soberanía popular proviene del panteísmo político de Rousseau, un enemigo declarado de la representación política. Los diputados trompetean su mística unión con el cuerpo electoral, su consagración como representantes de todos los españoles, es decir, de ninguno. La impronta que la deificada proporcionalidad deja en tales representantes es una fidelidad lacayuna a los jefes y aparatos de unos partidos que promocionan la dependencia acrítica e inescrupulosa de sus agentes parlamentarios; lejos de correspondencia alguna, ni exacta ni aproximada, con la ciudadanía, mera comparsería de súbditos votantes.

En la contradicción

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En algunos sectores de la opinión pública se habla sin tapujos de la existencia de un “problema nacional”. Algunos discutirán si éste existe o no. Lo fabuloso es que los que asumen y denuncian la referida contrariedad encajen su solución en el mismo Régimen que de iure y de facto lo ha producido, clamando por la vuelta al consenso del 78.   Nos enseña la realidad que la pugna en política termina reduciéndose, en lo esencial, a dos posturas en las que se aglutinan dos bandos. Así es también  si el objeto del enfrentamiento es España. No habiendo existido en nuestra historia ni libertad política ni representación de la sociedad civil en el Estado, y teniendo en cuenta que la separación entre éste y la Nación no es más que una ficción legitimadora del poder; tal disputa solo pudo haber nacido dentro de la propia clase dirigente española.   La decadencia nacional propició que la lucha por el poder llegara a poner en cuestión el propio “hecho de convivencia colectiva”, tan natural como involuntario, que es España. La dialéctica estado-nación operó aquí en sentido inverso. Ésta no ejerció una presión conformadora de aquél, sino que el dominio del Estado por el rival político se deslegitimó a costa de destruir la propia Nación, objetivo compartido por los entonces recién nacidos nacionalismos periféricos.   El toro de Osborne (foto: Manuel Atienzar) Lo de las “Dos Españas” reconoce, en realidad, “dos facciones” estatales. Ahora se nos presentan como Centro-Derecha e Izquierda (más sus aliados nacionalistas a los que en ocasiones suplantan). Capaces de derramar, en sus reyertas, la sangre de los españoles, y de patrocinar el sometimiento de la sociedad al Estado para, luego, y como si nada, volver a repartirse el poder en proporción a los votos escenificando una reconciliación. Pero todos asumen, expresa o tácitamente, que la Nación es algo discutible y España queda reducida así a programa de partido, como sucede con los nacionalismos.   Los más afamados defensores patrios no pasan de hablar de una retórica “idea de España” y nunca del reconocimiento efectivo del hecho nacional —lo que invalidaría el Régimen actual—; y piden votar al PP en vez de un nuevo y verdadero proceso constituyente de la sociedad en el Estado, ahora con libertad política, que elimine las enquistadas facciones estatales y resuelva definitivamente el asunto.

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