En el libro Cofradías y hermandades andaluzas, de Isidoro Moreno, que el articulista leyó hace cosa de treinta años, precisamente durante su estancia laboral en Huelva, sostiene el autor que el origen de toda esa furibunda demostración de identidad localista que en la madrugada del lunes de Pentecostés exhiben los almonteños con su Virgen del Rocío, saltando la Reja de la ermita para sacarla en procesión en el momento que ellos, y sólo ellos, deciden; y rodeando luego la imagen, durante el recorrido por la aldea, de varios círculos concéntricos de lugareños que forman infranqueable barrera, y les permite filtrar bajo su control el acercamiento al palio de los forasteros…, sostiene Moreno, digo, que el origen de todo ello está en un contundente rechazo de los habitantes de Almonte a los intentos de apropiación o dirección de su romería por elementos foráneos.

Se trata no más que de una impresionante afirmación de identidad colectiva; de una tremebunda declaración local ante el mundo de que su Virgen es suya; de que su romería es suya, de que su procesión es suya y la controlan ellos sin permitir siquiera, en esos momentos, la intervención de autoridades eclesiásticas o civiles. Es un autoafirmarse en un hondo y sentido localismo; una espectacular reacción nacida frente al peligro de que su sentimiento identitario, que tiene su máxima expresión en la romería y en la procesión, se diluyera o perdiera debido a los impertinentes intentos de intromisión exterior que afloraron a comienzos del siglo XX, justamente cuando comenzaron a proliferar en lugares ajenos las hermandades rocieras filiales.

Este fenómeno tan llamativo y significativo que observamos en el Rocío, ha ocurrido también a lo ancho y a lo largo de la Geografía y de la Historia, si bien adoptando formas diferentes, en muchos otros lugares o circunstancias, y sigue y seguirá ocurriendo permanentemente por la sencilla razón de que el sentimiento de identidad, el sentimiento localista, es algo enraizado en las entrañas de los seres humanos y se lleva disuelto en la sangre, y recorre o se fija en nuestras vísceras carnales y en nuestras vísceras sentimentales sin que sea posible su decantación.

Y es precisamente por ello, que los empeños de unión o integración política total de los múltiples y variados y muy diferentes países que componen la llamada Comunidad Europea parecen estar abocados al fracaso. Queda demostrado una y otra vez, como se vio hace algo más de dos años en las últimas elecciones al Parlamento europeo, que muy notables mayorías de ciudadanos de buen número de los países afectados, perciben ese empeño de integración como un absurdo propósito de crear el monstruo político de Frankenstein. O como la alocada pretensión de dar vida a una hidra de veintiocho cabezas, innumerables bolsillos -avispados e insaciables- y ningún corazón. Y sobre todo se percibe como una grave pérdida de soberanía nacional, y por tanto de identidad, que no están -no estamos- dispuestos a admitir.

Los intereses económicos sin alma que tratan de meternos con vaselina en una fantasmagórica unión política europea, servidos por políticos paniaguados y voceados por opinadores digamos cándidos, siempre chocarán con ese humano sentimiento localista, lleno de alma, que queda explícito y muy a la vista en el Rocío. Cuanto más pretendan avanzar en ese quimérico propósito, más aumentarán en todas las naciones los contestatarios y los exaltados, y también las personas normales, que se reafirmarán en el rechazo a las directrices que vengan del exterior, y se adherirán a la defensa de lo propio y cercano.

Ni siquiera parecen ser conscientes, ciegos en la defensa de sus intereses de brutales mercadeos -las grandes compañías y corporaciones-, o de sus privilegios sin cuento -los políticos continentales-, de que pudieran convertir a los países en avisperos y sembrar de peligros los caminos por donde ha de transitar el futuro. Ya se vio en las mencionadas elecciones europeas de mayo del 2014, cuando más que nunca arreció la propaganda oficial en favor de la integración, cómo empero, en el Reino Unido o en la Francia, y también en otros significativos países, triunfaron o avanzaron de forma muy ostensible los partidos ultranacionalistas contrarios a la unión política de Europa.

Recuerde el amable lector que ya se les dijo que no -menos precisamente en España, donde en más ocasiones que las deseables somos acríticamente aquiescentes con los dictados del poder- cuando intentaron colar aquel engendro de constitución europea que tuvieron que retirar a las primeras de cambio. Y se les volvió a decir que no, otra vez, en las últimas elecciones continentales, con la aplastante victoria, o gran avance, como queda dicho, de los partidos contrarios a la unión, o partidarios de “menos Europa”, en países de tanto peso como Francia, Gran Bretaña, Dinamarca, Holanda, Italia, Grecia, etc.

Pero ellos, nada; no se dan por aludidos y siguen erre que erre con su cansina murga, monserga o tabarra europeísta, y su lema de “más Europa”, como si eso fuera la gran panacea que podrá resolver todos los problemas, cuando ya somos plenamente conscientes de que ni mucho menos es así.

Alguien nos podría decir que desde Europa han llegado buenas ayudas para los españoles. Cierto es y estamos por ello agradecidos. Pero ayudas, no lo olvidemos, que tienen sus contraprestaciones. Y tampoco olvidemos que no ha de confundirse el agradecimiento con la ciega obediencia ni con el sumiso vasallaje.

Una Europa, por cierto, de donde nos vino también el euro, que no es el nombre de una moneda sino el nombre de lo que una aplastante mayoría de ciudadanos percibe -percibimos- desde el primer momento como un gigantesco y masivo timo, causa directa del desmedido aumento de la carestía de la vida y, en consecuencia, del acentuado empobrecimiento de buena parte de la población.

Una Europa, tampoco lo olvidemos, de donde nos llegó, por ejemplo, la vergonzosa humillación del excarcelamiento de numerosos asesinos, entre ellos el nutrido cónclave de matarifes de la organización terrorista vasca ETA, reunido en el matadero del pueblo guipuzcoano de Mondragón, y cuyas imágenes vimos por televisión hace poco más de un año, tapándonos las narices.

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