constituciónUno de los hechos sociológicos más importantes del pasado siglo XX fue que la Autoridad, como valor pre-político, desapareció por completo de la sociedad. En las democracias liberales, el progreso y, con él, la idea de que el cambio y la transformación eran beneficiosos, se impuso definitivamente al tradicional orden social, donde el valor de la Autoridad había regido en la comunidad. Y donde, por ejemplo, la familia y la religión eran las instituciones principales, y los padres y religiosos transmitían a sus hijos y feligreses su idea del orden, del bien y el mal sin apenas interferencias.

La tradicional Autoridad, al contrario que el Poder, no necesitaba ejercer la violencia ni la persuasión. Era un sistema jerárquico tácitamente asumido con el que las instituciones pre-políticas (la familia, la comunidad religiosa, los gremios profesionales…) mantenían el orden. Y donde la tradición y la memoria servían a su vez de anclaje y continuidad de ese orden.

Así, el principio de Autoridad estaba presente en las relaciones sociales, manifestándose no sólo en la familia o en la comunidad religiosa sino en todo lo demás. El médico gozaba de reconocimiento porque su preservación de la vida se lo otorgaba; el religioso, porque daba sentido a esa vida; el académico, porque sus basto saber le situaban por encima del común; el militar, porque se comprometía a sacrificarse para defender a la comunidad de amenazas externas. Existía, en suma, una jerarquía natural que no se cuestionaba.

Sin embargo, con la Revolución Francesa y la parición del Gran Gobierno, esta Autoridad empezó a ser reemplazada por el poder político, hasta que a mediados del siglo XX la vieja jerarquía social fue completamente sustituida por la idea de que todos los hombres, convertidos en ciudadanos, eran libres e iguales, tenían derecho al sufragio universal y, en consecuencia, estaban sometidos por igual a las leyes que emanaban del poder político. Nadie era más que nadie ni menos que nadie. Podía existir el ciudadano médico, el ciudadano religioso, el ciudadano académico o el ciudadano soldado, pero en estricta igualdad en tanto que todos eran igualmente ciudadanos antes que médicos, religiosos, académicos o soldados.

Sin embargo, los gobernantes descubrieron que no podían depender sólo del Poder que el nuevo orden les otorgaba. Necesitaban también de la Autoridad, algo que, por otro lado, los romanos ya sabían. De lo contrario constantemente deberían recurrir a la persuasión, la coerción o la violencia, lo que tarde o temprano minaría su popularidad. Así, si bien el orden político quedaba reconocido de manera formal mediante la “potestas” (las leyes), el gobernante necesitaba otro componente informal: la “auctoritas” (el reconocimiento).

En democracia, donde la masa podía ejercer una enorme presión sobre los gobernantes, hacer prevalecer el espíritu de las leyes por encima de la tentación de retorcerlas, requería muy especialmente de esa auctoritas que sólo la capacidad moral e intelectual, el carisma y el prestigio, la rectitud y la neutralidad, podían otorgar. En el orden democrático no bastaban sólo las leyes formales o los mecanismos de contrapoder para garantizar el buen gobierno. La gente obedecía la potestas por temor al castigo, pero acataba la auctoritas por convicción. Así pues, esta última proporcionaba el verdadero liderazgo.

Sin embargo, cuando hoy los españoles nos preguntamos por qué no se aplica el artículo 155 de la Constitución para neutralizar el desafío secesionista, parecemos haber olvidado esta realidad: que las leyes, es decir, las reglas formales, aun siendo necesarias, no son suficientes. Que hace falta también la auctoritas en los gobernantes.

Lamentablemente, si durante décadas nuestra clase política se han dedicado a rodear la legalidad, a primar los acuerdos secretos sobre las leyes, a anteponer los consensos informales al estricto respeto constitucional, renunciando voluntariamente a la auctoritas y vaciando el orden constitucional, será muy difícil, por no decir imposible, que ahora se recurra a la ley para mantener el orden, sobre todo si ha de hacerse a expensas de unos acuerdos que son la verdadera e inconfesable sustancia de nuestra política.

Cuando la costumbre se impone a las leyes y no hay nada, por sagrado que sea, que no se pueda negociar, el Gobierno, el Parlamento y los altos tribunales se convierten en meros decorados, cuya función es proporcionar una pátina de legitimidad a los acuerdos previamente alcanzados sin ninguna supervisión ni control por parte de la sociedad.

De esta forma, el orden constitucional no sólo se pervierte sino que se invierte: los acuerdos no se someten a la legalidad, sino que la legalidad se somete a los acuerdos. De ahí que se sospeche, y con razón, que el Gobierno negocia en secreto con los secesionistas. Y se descuenta que, tarde o temprano, los partidos políticos utilizarán el problema secesionista para justificar el apaño, tramitando una reforma constitucional que, una vez más, adapte la legalidad al acuerdo. Y no al revés.

Quizá para el ciudadano común, que lo ve desde fuera, no entienda la pasividad del gobierno, sobre todo cuando éste insiste de boquilla una y otra vez en la inviolabilidad de la Constitución. Pero la realidad es otra muy distinta de la que, desde el poder, se pretende difundir. Lo que impera es el cambalache, el pasteleo, el acuerdo bajo mano y no el orden constitucional. Así, el artículo 155, y los demás artículos de la Constitución, no son más que palabras escritas sobre una barra de hielo.

Si la desaparición de la Autoridad pre-política que vertebraba la sociedad supuso para democracias consolidadas un retocolosal aún por resolver, donde la pugna entre liberales y conservadores, y su diferente forma de entender gobierno, sociedad y libertad, continua vigente en nuestros días, ¿qué no sucederá en una sociedad desestructurada como la española, que ni siquiera ha podido dotarse de una democracia garantista? ¿Podrá sobrevivir esta sociedad alienada, sin anclajes, ni tradicionales ni políticos, a la fuerzas centrífugas de un puñado de grupos de interés? La lógica indica que no. Que o cambian mucho las cosas o España dejará de existir tal y como hoy la conocemos. El problema es de fondo. Y no hay artículo o constitución que lo remedie.

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