La corrupción económica propiciada por los gobernantes puede constituir un avance histórico para las siguientes generaciones, funcionando, en los países depauperados, como mecanismo sustitutivo del mercado en la acumulación primitiva de capital. La inmoralidad subjetiva del poder nacional repara objetivamente las injusticias internacionales de la revolución industrial. El ejemplo de Corea del Sur resulta aleccionador. El gobierno del partido de los menesterosos en un país industrializado puede llevar a cabo la redistribución de la riqueza líquida y patrimonial a favor de los marginados por el desarrollo capitalista tradicional. La inmoralidad subjetiva del poder partidista equilibra objetivamente la desigualdad social, dando a los desheredados una igualdad de oportunidades para corromperse. Ésta es la justificación ideológica del tráfico de influencias de la izquierda de diseño estatal que ve en la socialdemocracia el menos malo de los modelos de sociedad.   Salvo los masoquistas, todo el mundo prefiere un mal menor, en lugar de otro mayor, si la elección entre dos males es necesaria para salvar un bien superior como la vida o la libertad, pero la elección maléfica no es históricamente necesaria en un sistema de libertades porque no es un dilema. El mal menor eleva a categoría política fórmulas de espontaneidad popular como el “menos mal”. Estas expresiones alivian el ánimo ante contratiempos que no van a peor o evitan verdaderas desgracias. Todo mal es relativo. Siempre se puede imaginar otro mayor.   La adopción del mal menor, como autojustificación legitimadora del partido socialista, tiene un fundamento histórico real. Es la fórmula ideológica que necesita para asumir la fatalidad de su proceso de adaptación al carácter regresivo del movimiento obrero dentro del capitalismo. Primero abandonó la ruptura de la dictadura. Luego, el marxismo. Y ahora, está dispuesto a borrar de su discurso cualquier insinuación de justicia social con tal de preservar el principal instrumento de corrupción que tiene entre sus manos, el Estado, y estar así, en disposición de garantizar unos derechos sociales mínimos, es decir, salvar los restos del naufragio. Engels llamaba “socialismo de cuartel” al conservadurismo paternalista de Bismarck. Quizá el estado de alarma permanente sea el nuevo camino emprendido por el PSOE para llegar a lo menos malo.

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