Existe unanimidad entre todos los pensadores cristianos al considerar la pobreza como un escándalo producido por la maldad de los hombres y contrario a la voluntad de Dios. Teresa de Lisieux decía con deliciosa ironía: “¡La Santa Pobreza! ¡qué divertido, una santa que no irá al cielo!”. Todos los grandes Padres de la Iglesia, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio, San Jerónimo, San Gregorio Nacianceno, San Asterio Amaseno, San Gregorio Niseno, San Cirilo de Alejandría, San Cipriano, San Hilario de Poitiers, San Zenón de Verona, San Salviano, San Gregorio Magno, y muchos más han combatido la pobreza (“la pobreza horizontal”, la del hombre entre los hombres) con enorme contundencia, y han criticado la riqueza injusta. San Basilio decía a los ricos codiciosos: “Del hambriento es el pan que tú retienes; del que va desnudo es el manto que tú guardas en tus arcas; del descalzo, el calzado que en tu casa se pudre. En resolución, a tantos haces agravios, a cuantos puedes socorrer”.

Reflexionando sobre que lo superfluo de los ricos pertenece a los pobres, los canonistas del siglo XII (Huguccio de Pisa, Alano Angelico, Juan Teutónico, etc. ) se preguntaron si en tal caso éstos tienen derecho a reclamar judicialmente lo que es suyo, y llegaron a la conclusión de que no podían hacerlo, ante los tribunales civiles, pero sí ante la Iglesia. Estaban seguros de que el orden legal vigente no coincidía con la justicia de Dios, y se veía en la Iglesia la defensora de la justicia divina frente a la injusticia legalizada. Si los ricos no dan a los pobres lo que necesitan para vivir, desde el siglo XII la tradición constante de la Iglesia autoriza a que lo cojan por sí mismos cuando se vean en necesidad ( San Buenaventura, San Raimundo de Peñafort, San Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, San Alfonso Mª Ligorio, etc. ).

Ahora bien, debería ser evidente para quien lea la historia sin prejuicios que la caridad se adelantó a los derechos humanos. Muchos siglos antes de que ningún Estado proclamara – y mucho menos garantizara – el derecho de sus ciudadanos a la salud, la caridad cristiana había establecido ya una extensa red de hospitales que cubría todas las ciudades y pueblos importantes de Europa. Lo mismo podría decirse de la enseñanza y de tantas otras prestaciones que hoy son reconocidas por las diversas declaraciones de derechos humanos. Los derechos humanos de hoy son frutos que ha producido la caridad cristiana y que, llegados a su madurez, han adquirido vida autónoma reconocida por las leyes. La justicia no es otra cosa que exigencias codificadas de la caridad. En el propio Aristóteles ya puede encontrarse esta concepción. Para él, el amor y la amistad constituyen la forma espontánea de derecho, y el derecho la forma regulada del amor ( Ética a Nicómaco, lib. VIII).

No hay ninguna frontera que separe el campo de la caridad y el de la justicia. La justicia está más bien entre la justicia ya establecida y la justicia todavía por establecer. Es así que la caridad suple de momento la falta de justicia, pero sin renunciar a ella. Una sola cosa le está vedada a la caridad: Intentar suplantar a la justicia. Hay que “cumplir antes que nada las exigencias de la justicia para no dar como ayuda de caridad lo que ya se debe por razón de justicia” ( Juan Pablo II ). En una Democracia, todos los partidos políticos verdaderamente representativos combaten la pobreza en cuanto que es una situación viviente que refleja el hecho de que la justicia no reina del todo en este mundo. Toda pobreza escandaliza la política, como un ruido que no deja oír la melodía risueña del aparente Estado del Bienestar. Lo malo es que cuando algunos quieren hacerse con el monopolio de este escándalo social no para eliminarlo, sino como coartada para llegar al poder, no consiguen arreglar nada. Siempre que esto sucede, lejos de extirpar la pobreza, la aumentan, como un castigo de los dioses a la utilización de la dignidad sagrada del hombre.

Jesucristo afirmó que siempre habrá pobres como expresión de nuestro poder finito, que explica no sólo la pobreza sino también los demás males. La caridad para ser verdadera jamás puede degradarse en la limosna torpe de los malvados y explotadores. “Hay quienes ponderan cuánto dan – decía San Gregorio Magno -, pero dejan de considerar cuánto arrebatan. ¿A eso llamas tú dar? Si no lo hubieras robado…Expoliáis incluso cuando decís que socorréis”. Los “Statuta Ecclesiae antiqua” resumen la legislación de las “Constituciones Apostólicas”: “Los sacerdotes rehusarán los dones de los que oprimen a los pobres”. Y es que es imposible hacer justicia apoyándose en los injustos, lo mismo que es imposible desinfectar una herida con las manos sucias.

Ahora bien, la acción asistencial es la cura de urgencia ante aquellas desgracias que no admiten demoras. Y es evidente que la asistencia social no debe subordinarse a ninguna rentabilidad confesional ni política: “No damos asistencia a las costumbres, sino al hombre”, decía san Juan Crisóstomo. Ni de los socialistas ni de los liberales vienen las acciones asistenciales, sino de la ética democrática. Y siempre que sea posible, a la asistencia debe seguir la promoción.  Ya San Clemente Romano exhortaba: “A los que no saben ningún oficio buscadles alguna ocupación honesta con la que obtengan el necesario sustento”. La ética de nuestra democracia se fundamenta en la ética cristiana, la cual es insoslayable, aunque nuestra justicia nunca llegue a la justicia de Dios.

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