Todo el mundo critica el clientelismo político (concesión de prestaciones públicas a determinados grupos sociales a cambio de apoyo electoral).

         Cómo se eliminaría esa corrupción.

         No permitiendo votar a quien recibe las prestaciones ni a quien las otorga, -cabría responder-.

         Por qué no se hace. ¿Por el dogma “un hombre un voto”?.

         No. Simplemente porque TODOS los partidos basan sus esperanzas de alcanzar el Gobierno o renovar su mandato en el clientelismo político.

         Esta explicación que el sentido común nos ofrece de uno de los grandes latrocinios originados por el sistema de competencia electoral, nos permite entender también la pacífica existencia del Estado caníbal mientras expolia sin pudor las fuentes de la vida.

         Los únicos focos de resistencia al Poder subnormal, por antropófago, tienen su origen en los sectores de la población que pagan impuestos y/o que no reciben prestaciones.

         Por eso mismo el Estado caníbal busca incesantemente extender su clientela aumentando los colectivos que no tributan en el impuesto sobre la renta (las personas con ingresos exentos de pagar IRPF son cada vez más) y aquellos que reciben servicios públicos o prestaciones sociales por absurdos que sean (cómo olvidar el “teléfono de la esperanza” exclusivo para maltratadores con el fin de que se relajen antes de  golpear).

         Es obvio que los pozos de los que tomar se acaban, pero el Estado caníbal no puede parar… de destruir, es su naturaleza, y para justificar la continuidad de la sisa utiliza su argumento más popular: el marxista de la lucha de clases o el socialdemócrata de la igualdad, pues tanto monta monta tanto Dº Marx como el compañero Fernando (Lasalle).

         Y es que si los Diez Mandamientos no se pudieron resumir en menos de dos, al Estado caníbal le sobra con uno: “El rico es un ladrón y para acabar con él aquí estoy yo”.

         El lema queda desmentido una y otra vez, en primer lugar porque las fortunas saben refugiarse, y además  el Estado ofrece una amplia oferta de instrumentos que garantizan la inmunidad fiscal del verdaderamente rico (desde las puras y simples amnistías hasta regímenes especiales como las SICAV).

         No obstante, el berrido a lo “Robin Hood” del Estado Caníbal da por inaugurada la “guerra social” a mayor gloria suya, a mayor desgracia nuestra, pues ¿a quién le importan los privilegios que su Hacienda Pública ofrece a los opulentos invisibles cuando el mismo Fisco, agitando el resentimiento, promete ajustar las cuentas a nuestro odiado vecino porque se ha comprado un coche pagando en efectivo?.

         Parafraseando al Bartleby de Melville la respuesta al Estado sería simple: “preferiría que no lo hiciese”.

         Y sin solución de continuidad se debería organizar la cooperación interpersonal hasta lograr que los impuestos sean voluntarios (donaciones vinculadas) y la redistribución estatal abandonada.

         Sin la violencia del Estado ¿quién va a pagar impuestos?, -me preguntan-.

         Concédanse unos días para pensar y descubrir qué bienes públicos (oferta conjunta e imposibilidad de exclusión, véase el alumbrado de las calles) hoy financiados con impuestos se podrían suministrar sin la intervención del Estado.

         Para practicar con el ejemplo empieza un servidor: el actual servicio público de representación política (partidos), laboral (sindicatos) y religiosa (confesiones) puede ser sufragado íntegramente de forma voluntaria. Las posibilidades son casi infinitas.

         El esfuerzo que les pido no es un caprichoso pasatiempo sino una tabla de salvación, pues en pocos años el descrédito del sistema de competencia electoral socialdemócrata estará tan extendido entre la opinión pública que, o buscamos otras formas de gobierno (la generalización de territorios grandes y pequeños organizados a modo de paraísos fiscales es mi propuesta) o la civilización retrocederá siglos.

 

 

                                                        Jorge Sánchez de Castro Calderón

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