Un círculo de fuego protege al estado  de partidos.  Cada día las llamas son alimentadas por voraces criaturas cuya tarea única es sostener el vigor de esos haces ardientes.

       Esa labor diaria los ha cegado y de sus cerebros sólo brotan ideas malolientes, manoseadas por muchas manos.

       En realidad practican un nuevo sacerdocio cuyos teólogos son los jefes de sección y el abad del monasterio,  el director del periódico.

       Al atardecer, cuando la bilis  les revienta en los rincones o en las barras junto al gin tonic y la raya de nieve de todas las estaciones,  alguno tiene la tentación de morir a lo bonzo al día siguiente,  pero alguien le dice que no será tan gilipollas como  para hacerlo.

         A veces tienen un picor insoportable que les obliga a  rascarse hasta que aparece un  hilillo de sangre al que llaman, con estentórea dignidad,  libertad de expresión.  Alguno siente un picor aún más resistente, un afán sañudo de rascarse sacude violentamente sus uñas,  ahora  feroces,   y sigue empedernido,  inagotable,  imparable ya , hasta que da con el propio hueso. Desfallecido,  exhausto,  un segundo antes de exhalar su  último aliento,  pronuncia unas palabras que dibujan una dulce sonrisa:   Libertad de pensamiento.

         Sus compañeros lo miran aterrorizados y comienzan a ulular alrededor del fuego al que sienten agonizar.  Ese rítmico canto de desesperación que invoca los poderes ocultos de la tierra convierten las ascuas en formidables llamas. De nuevo,  la seguridad circula por el torrente sanguíneo,  repleta de nutrientes mágicos, de hechiceros hematíes, de restauradores de la piel quebrada.

          Todos se miran los brazos donde hace un  momento la bilis sañuda hizo estragos. Un espabilado pide otra ronda y añade:  Un brindis.

Todos alzan sus copas.

 ¡ Por la libertad de pensamiento¡ ¡ Viva el estado de partidos¡

 

Zoilo  Caballero  Narváez

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