No pocas veces una operación en apariencia inocente y sencilla como la elección de términos para el abordaje de un problema, en su doble vertiente teórica y práctica, define ya de por si los límites que el planteamiento y la solución no podrán traspasar. En el conflicto entre “identidad” y “representación” se suscitan varios condicionantes: la naturaleza de la cuestión que pretende tratarse y, si es posible, resolverse; conocido dicho problema, la pertinencia de la elección de ambos términos y el por qué de la exclusión de otros; la congruencia de la oposición entre ambos conceptos y, por último, el ámbito en el cual dicha dicotomía se plantea, es decir, el Derecho Privado o el Derecho Público o Político.   Por enésima vez, el siempre socorrido manual que es la “Teoría de la Constitución” de Carl Schmitt, va a servir de guía para la discusión que está por plantearse. Empieza el jurista alemán por establecer, justamente, una tajante discontinuidad entre los ámbitos jurídicos público y privado, y en razón de tal discontinuidad atribuye al concepto de “representación” significados completamente diversos y hasta opuestos según operen en uno u otro contexto. En el ámbito del Derecho Privado, la idea de “representación” se aproxima a la definición de “comisión” que, en el contexto del Derecho Público y extraída de la obra de Jean Bodin “Los seis libros de la República”, ofrece Carl Schmitt en su tratado sobre “La Dictadura”. El “comisario” no tiene exactamente una “función” sino una “misión”. Mientras que la “función” supone una lista cerrada de competencias o atribuciones que definen no solo lo que el sujeto puede hacer, sino principalmente, y sobre todo, lo que no puede hacer, los límites que no puede traspasar, por el contrario la “misión” se define por el objetivo perseguido y el éxito o fracaso de la misma habrá de valorarse, precisamente, a la luz del objetivo conseguido o malogrado. Por supuesto, esta dicotomía no excluye que tanto la función como la misión tengan un objetivo asociado, pero el malogro de éste no será el criterio por el que habrá de sancionarse un eventual fracaso en el desempeño de una función; por el contrario, ésta puede cumplirse con escrúpulo y el fin último puede frustrarse: ello solo será indicativo de la insuficiencia de las funciones asignadas para la consecución del objetivo planteado. Quien tiene una misión no puede permitirse otro criterio para el éxito o fracaso de la misma que el éxito o fracaso del propio objetivo encomendado. Si la función define los medios necesarios para el logro de los fines a los que ésta se consagra, mediante unas atribuciones previstas y tasadas, la misión establece únicamente los fines permitiendo unos márgenes siempre móviles en los medios que pueden ponerse en juego; si estos medios se hayan limitados por restricciones fácticas o jurídicas, tales barreras son en todo caso externas a la propia misión encomendada y no vienen previamente establecidas por ésta.

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