Ahmadineyad (foto: energyPICS) Antes de la Revolución Francesa, la cosmovisión religiosa dominante proyectaba sobre las lacras de la pobreza, el crimen y la ignorancia, ilusiones de regeneración social. El descubrimiento del Nuevo Mundo insufló vida a la utopía cristiana e hizo que rebrotasen las esperanzas en la perfectibilidad de la vida humana: Gerónimo de Mendieta profetizaba la conversión de América en una verdadera Ciudad de Dios o en un estado teocrático ideal.   La redención secularizada de los socialismos utópicos impulsa la “Nueva Armonía” de las comunas de Owen, o la creación de modelos de convivencia social en los que se verificase el “estado garantista” de la armonía pasional: un experimento que Fourier y Considerant no pudieron llevar a cabo en un solo falansterio. Pero los deseos masivos de cambiar la condición humana se refugiaron en la desaparición del Estado, en una sociedad universal sin clases sociales, y ya con un “hombre nuevo”. El reino de la utopía comunista que ofrecía a sus creyentes una promesa de salvación en este mundo, lo convirtió en un atroz valle de lágrimas. Al paraíso de la igualdad se tenía que llegar erradicando el mal social con la violencia que fuese necesaria.   Aunque no son, por definición, realizables, las ilusiones utópicas, los sueños infantiles y las alucinaciones colectivas, pueden ser, como la inmortalidad, deseables. Y sin duda, millones de personas adorarían la utopía que Hugo Chávez y su cofrade islámico -y reciente vencedor de las elecciones iraníes por la gracia de Jamenei-, están en condiciones de sintetizar: una especie de comunismo teocrático, con tintes indigenistas y sin la menor infección judía.   Y en la senda del sucio realismo internacional, el señor Aznar cree necesario combatir el fanatismo de Ahmadineyad, y por eso estima timorata la respuesta que ha dado Obama a la represión iraní. El que mejor supo lustrarle las botas de campaña a Bush tiene a su alcance el Nobel de la Paz, un premio que ya obtuvo Theodore Roosevelt, pese a unos impulsos belicistas que le llevaban a sostener la política intervencionista de los EEUU en cualquier nación iberoamericana que fuera “culpable de actuar incorrectamente en su política interior o exterior”.

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