Los denominados padres de la Constitución del 78.

Cada 6 de diciembre se ve marcado en España por la conmemoración de la llamada Constitución del 78, aquella, como gusta decir tópicamente, que “con tanto esfuerzo nos hemos dado”. Pero, ¿fue realmente así?, ¿nos dimos los españoles una verdadera Constitución? Para responder a tal pregunta es preciso recordar cómo se desarrolla un periodo de libertad constituyente, ver si el tal se dio en España, y, luego, analizar en qué medida el texto del 78 se ajusta a lo que se supone que es.

Cuadernos para el diálogo.


En el periodo aludido, son elegidas ex profeso unas Cortes llamadas constituyentes que elaboran una Constitución, y se disuelven antes de someter el texto constitucional al refrendo de la nación. Desgraciadamente, esto no fue lo que ocurrió en España: la Ley de Reforma Política, aprobada por las Cortes franquistas en 1976 (siguiendo el cínico principio de “de la ley a la ley”), creaba unas nuevas Cortes, formadas por dos cámaras, el Congreso de los Diputados y el Senado, al tiempo que Adolfo Suárez, a la sazón presidente del Gobierno, sacaba adelante un Decreto-ley en marzo de 1977 para regular las primeras elecciones legislativas de junio del mismo año. Dicho Decreto establecía un sistema electoral proporcional de listas de partidos, que, como sabemos, impide la representación política del ciudadano, limitado a refrendar lo que ya le ofrecen los 5 o 6 líderes de los partidos, que son quienes realmente controlan el poder político. El escándalo surgió a finales de ese año cuando el periodista Pedro Altares, director de la revista Cuadernos para el diálogo, descubrió y publicó que en el seno de dichas cortes legislativas se había formado una comisión secreta que estaba redactando una Constitución a espaldas de la nación. A pesar del alboroto provocado por tal infamia, ambas cámaras sancionaron el texto constitucional, y fue sometido a plebiscito popular el 6 de diciembre de 1978, en el que el pueblo español no pudo elegir la forma de su Estado, monarquía o república, y se le daba como forma de gobierno la de la partidocracia, oligocracia, oligarquía o Estado de partidos, caracterizado por la no representación política y la no separación de poderes, así como por la corrupción como necesario factor de gobierno, dando así lugar a la actual monarquía de partidos.


Pues una Constitución establece el sistema en que se estructura el poder del Estado, la representación política y la separación de poderes, es decir, explicita las reglas de juego del poder político (la enumeración de derechos y libertades que contienen las Constituciones es un desideratum irrealizable, un error traído a Europa por Lafayette tras su estancia en los EE.UU). Por tanto, puede decirse que en España no contamos con una verdadera Constitución sino con una Carta Otorgada que concede graciosamente a los súbditos una serie de derechos (donde empieza la reglamentación de un derecho termina una libertad), que pueden serle, asimismo, arrebatados, pues no proceden de la libertad constituyente que la nación se daría a sí misma. Vemos, en consecuencia, que dicha Carta Otorgada sanciona un régimen antidemocrático (entendida la democracia como forma de gobierno), donde el poder del Estado, convertido en enemigo de la nación y la sociedad civil, es detentado por 5 o 6 personas, los jefes de los partidos, que, por sí mismos —y en ocasiones junto a sus consortes—, actúan como cabezas coronadas de tales organizaciones de intereses de clase.


En conclusión, podemos decir que no tenemos nada bueno que celebrar cada 6 de diciembre, pues no contamos con una verdadera Constitución nacida de un periodo de libertad constituyente, que consagre la representación política y la separación de poderes como elementos necesarios de la democracia política.

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