Hay quienes creen que la crisis es algo así como una tempestad para los modernos navegantes. Nada puede hacerse salvo capearla evitando el mayor daño, que ya escampará y podrá retomarse el rumbo. Otros se refieren a ella como ajena e incontrolable “coyuntura” que les viene desde fuera, y del exterior esperan prudentemente su resolución. Pero dejemos a un lado a estos supersticiosos apóstoles del destino o, viendo las cifras del paro, de la falta de él; y fijémonos en la verdadera intelligentsia del Régimen. O sea, en aquellos que dicen saber la causa fundamental del problema y aventuran las medidas para su remedio. Maldiciendo la pertinaz mala fortuna por la que, siempre que ocurre algo así, tan formidables pilotos nunca se hallan al gobierno de la nave, pareciéndoles ella tan marinera. Lo cual me lleva a preguntarme, cerrando el círculo, si realmente se diferencian en algo de los primeros, una vez comprobado que, si se salva el cascarón, les bastará una limpieza de bajos, pintura, aparejo y lonas, a lo sumo alguna verga, para volver al mar y disfrutar de su mando obviando el peligro de un nuevo temporal.   De forma resumida, los taimados eruditos dicen que la economía española ya daba síntomas inequívocos de la que se nos venía encima allá a finales del 2006. Que el partido del Gobierno no hizo nada más que negarlo, ocultando los datos y su preocupante gravedad para poder así ganar, cosa que logró, las votaciones generales de marzo de 2008, perdiendo con ello un tiempo precioso para haber reaccionado adecuadamente. Y que ahora está paralizado y es incapaz de afrontar las reformas estructurales esenciales que demanda nuestra economía (del mercado laboral, de la seguridad social, para recuperar la unidad de mercado, etc.). A partir de aquí, el corolario se diversifica. Unos ponen el énfasis en la indecencia del partido socialista y de sus dirigentes, otros acusan de infantilismo a la sociedad, proclamando que los españoles tenemos lo que nos merecemos, o los hay que se quejan de la educación, de la subvención, del control de los medios y blablablá.   Entrar a analizar pormenorizadamente todo esto resultaría interminable. Pero es que no hace falta. Si realmente piensan lo que proclaman públicamente, la primera reforma estructural es la de la política, porque estos hechos demuestran que el burdo interés de partido supera irremisiblemente el interés general. Y aquí no se trata de la particular perversión de los socialistas, sino de un resultado que el propio sistema institucional fomenta o, en todo caso, hace imposible contener. El verdadero asunto está en evitar el poder omnímodo de las mayorías parlamentarias, siempre sometidas a las jefaturas de los partidos estatales (ya sean únicas o en cómplice coalición), lo cual exigiría una nueva Constitución. Con la división del poder desde su origen, o dos elecciones democráticas personales diferentes, a doble vuelta si fuera necesario, una para el jefe del gobierno y otra para el diputado representante, nuestro navío nunca habría encallado en semejante arrecife.

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