Mientras en Italia, tras disiparse el humo causado por el derrumbe de la partitocracia, surgió la grotesca figura de Berlusconi, en Venezuela, la corrupción, el despilfarro y la represión (inolvidable aquel cuate de Felipe González: Carlos Andrés Pérez) abrieron las puertas del Poder a un demagogo tan desmesurado como Hugo Chávez. Es el precio que han de pagar ambos países por carecer en su momento de una alternativa democrática a sus putrefactos regímenes. La bonanza petrolera de la que ha gozado Chávez durante un periodo amplio de sus mandatos, no ha servido para que se realizasen las inversiones en infraestructuras que requería Venezuela. Un solo complejo hidroeléctrico aporta el 70% de la energía que se consume allí; cuando las reservas de sus embalses han disminuido a raíz del fenómeno climatológico conocido como “El Niño”, y la sequía ha durado más de la cuenta, han sobrevenido el colapso energético y la escasez de agua potable, con cortes y racionamientos de estos servicios esenciales.   Lejos de aludir a su manifiesta imprevisión, el líder bolivariano clama al cielo contra el pérfido capitalismo, cuya “falta de sentimientos y de humanidad” se deja ver en esos ricos que utilizan el agua que les falta a los pobres para llenar sus piscinas, regar el césped y lavar sus automóviles. Pero la misión del lujo, de su artificial ostentación, consiste, más que en satisfacer las necesidades de los adinerados, en permitirles que se convenzan a sí mismos y a los demás, de su estatus.   El capitalismo, decía Lacan, es de una astucia endemoniada, y quizá su verdadero problema reside en que su funcionamiento es demasiado bueno y rápido, hasta el punto de que un día acabará agostando la naturaleza y consumiendo todos los recursos, incluidos los individuos que están a su servicio. Pero Hugo Chávez no se arredra fácilmente, y predica que se ponga “coto al despilfarro y al enajenante consumo capitalista”, amenazando con la expropiación, a los centros comerciales que no reduzcan el gasto de una energía que “pertenece al pueblo”.   Chávez (foto: Alex Lanz) Los surrealistas querían conciliar la transformación marxista del mundo con el “cambiar la vida” de Rimbaud. Sin duda, considerarían una prueba del “abominable confort terrestre” ducharse durante más de un cuarto de hora. Cuando Chávez aconseja a los venezolanos que no permanezcan más de tres minutos bajo la ducha, no sólo consigue que se ahorre agua, sino que también anuncia una nueva era: la del comunismo surrealista.

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