Narciso (Caravaggio, 1599).

«No importa sólo serlo, sino también parecerlo». Esa era la máxima por la que se regía la política cuando yo era chaval —o al menos eso quería creer—, la cual ha degenerado hacia «no importa serlo, sólo parecerlo». Ya no importa lo que se haga o lo que se deje de hacer con el poder político, sino lo que parezca que se ha hecho o se haya dejado de hacer.

En un mundo de velocidad vertiginosa el ayer es prehistoria, el hoy ya pasó y mañana todo se olvidará, de forma que el político puede decir lo que quiera, sin que por ello sufra ninguna consecuencia. Puede prometer El Dorado sin ruborizarse y jurar y perjurar que lo que dijo ayer, grabado por veinte periodistas, no es más que una invención de la pérfida prensa —al menos de la no afín—, siempre al acecho de los pobres políticos.

¡Y lo peor es que aceptamos este juego mefistofélico!

De alguna manera que se me escapa, hemos sido domesticados y ya ni ejercemos el derecho al pataleo. Nos conformamos con la mediocridad más absoluta y compramos los argumentos más pueriles y falaces como si de verdades absolutas se tratara —o, al menos, de las supuestas verdades absolutas de hoy, que mañana ya veremos en qué mutan—.

Los políticos de hoy ya no sueñan con convertirse en grandes estadistas ni con lograr grandes hazañas para su nación. Eso ya no importa. Ahora sólo quieren conseguir su éxito personal, perpetuarse en el poder y asegurarse de que sólo reciban loas y alabanzas. Se han convertido en comerciales de venta piramidal. Te venden una mentira solapada con otra y fundamentada en una anterior con el único objetivo de continuar con su huida hacia adelante y de lucir por encima del resto. No importa lo que venga después. El último que pague la cuenta. Sólo necesitan parecer pues el ser pasó a mejor vida.

Y nosotros, la nación, ¡qué bonito!, la nación, decía, admiramos a esos fantoches de bajo calado que serían incapaces de sobrevivir en el mundo real; ése en el que nos movemos, día sí y día también, la gente de bien, y de mal —o sea, nosotros, la nación—. Aceptamos este juego absurdo en el que nos dedicamos a pagar impuestos con la esperanza de que repercuta en mejores servicios. ¡Ignorantes o ciegos voluntarios!, que no vemos o no queremos ver que en realidad todo es un gran tablero en el que colocar las fichas de los amiguetes que les sigan dorando la píldora por los siglos de los siglos.

¡Qué diferente sería todo en un sistema democrático!

Calificar de democrático a la partidocracia actual es, cuanto menos, atrevido. ¿Y si tuviéramos la capacidad real de echar del juego al político mediocre? ¿Y si pudiéramos juzgar sus actos? Pero de verdad, no desahogándonos en Twitter. ¿Te imaginas? ¿Se atreverían a mentirnos a la cara si supieran que carecen de red de protección?

Imagínate que cuando un político te mintiera, te intentara vender su última ocurrencia o fuera cazado en alguna corruptela, tuvieras la capacidad, como ciudadano responsable, de echarle y elegir a otro. ¿Qué te parecería? ¿No crees que todo funcionaría mejor?

Tenemos entonces dos opciones: hacer oír nuestra voz para conseguirlo o bajar al quiosco a empezar una nueva colección de septiembre. Tú decides.

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