Después de que Constantino el Grande recurriera a la Iglesia con el fin de obtener para su declinante Imperio la protección del “Dios más poderoso”, aquélla pudo dejar a un lado las tendencias antipolíticas de la fe cristiana que son tan evidentes en el Nuevo Testamento y en los primeros textos cristianos, y que tantas calamidades habían ocasionado a su grey en los primeros siglos.   Ante el derecho divino que ampara a los reyes, ¿cómo se pueden desafiar las leyes cuando es Dios el que las crea? ¿Cómo se puede afirmar que éstas son injustas cuando la justicia no es más que otro de los nombres de Dios? El poder de ejercer en exclusiva la violencia sobre los habitantes de un territorio fue la cualidad que hizo nacer el concepto de soberanía en aquella época medieval donde el imperio y el papado delimitaron sus jurisdicciones. La Iglesia saboreó, siendo legisladora, la fruta prohibida del poder.   Los organizadores de la multitudinaria Misa de la Familia recuerdan que: “La Iglesia tiene todo el derecho a manifestar lo que cree y lo que piensa”; y por tanto a decir, en defensa de la “cultura de la vida” frente a la “de la muerte” que hay leyes, como el aborto, que atentan contra el orden natural. Pero la ley es una simple opinión a la que una voluntad de poder externa a la misma comunica formalmente la fuerza coactiva.   Aunque Kierkegaard clasificaba el acercamiento a la verdad según una jerarquía en la que lo estético representaba el primer escalón, seguido por la moral y rematado por lo teológico, el primer cuidado de la religión consiste en ofrecer curación a la enfermedad incurable, salud eterna a la vida mortal, resurrección a la carne. Las religiones podrán ser mejores o peores, más o menos útiles respecto a determinados fines sociales, pero jamás verdaderas o falsas: una aspiración que sólo pertenece, como hipótesis falsable por la experiencia, a la ciencia; “ni siquiera Dios puede lograr que dos más dos no hagan cuatro”.   Confiar en que esta Monarquía de partidos se regenere, con sólo convertir a los oligarcas a la moral católica, sería volver a las andadas de la corrupción religiosa, cambiando el cinismo vulgar de hoy por la hipocresía formal de ayer. El mundo político está corrompido porque “su” Constitución no garantiza un contrapeso de poderes que evite el abuso de los poderosos, sino el reparto “consensuado” de prebendas estatales en una sociedad civil inerme.   Rouco Varela (foto: tienesmuchoquedecir)

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