La Diada de Catalunya, Barcelona 1977 (foto: Xasus) La inmaculada voluntad de Cataluña   ¿Es el seny el espíritu del pueblo catalán?, ¿es lo único que une a todos los catalanes sin diferencia y sin impedimento posible, como dice el señor Montilla? ¿Se encarna el seny, además de en todo catalán bien nacido, en los partidos, el Estatuto y la Generalidad y, por tanto, esa identidad apolítica hace innecesaria la representación política en Cataluña? ¿La voluntad del pueblo catalán es el cuerpo inmaculado del que surge la salvación nacional y los verdaderos catalanes deberían ser innatamente conscientes de la forma y límites de su Estado soberano? Si fuera cierto que la nacionalidad es objeto de elección, ¿no sería de rigor contar primero con la capacidad de elegir y después con la posibilidad de elegir la nacionalidad? Sin embargo los nacionalistas ofrecen su libertad invertidamente, primero la del pueblo y después la de los individuos, cuando lo único que podría justificar remotamente un razonamiento así sería la ocupación militar del país por parte de un ejército extranjero… pero, entonces, ¿no se constituirian bien el terrorismo bien la desobediencia civil en las únicas opciones patrióticas?   La respuesta común a todas estas preguntas es que el nacionalismo es desecho político, una de las escorias que resultan de la cristalización milenaria de la servidumbre. La inteligencia provincianada, como la clasista, es incapaz de comprender hasta qué punto esta ideología hace el juego al Estado que pretende destruir, pues el empeño en la segregación horizontal dinamita la posibilidad de lucha vertical común; ni que cuando, en su caso, llegara la caída del Leviatán esta sería debida a que la sociedad que lo sustentaba, incluida la fracción separatista, habría dejado de tener aliento político. Jamás habrá nacionalismo en aquello que se construye y sabido es que la libertad siempre está en construcción.   El nacionalismo es fruto, como ya se ha escrito en estas páginas, de la desactivación política de la sociedad a través de la mentira. Los nacionalismos desarrollados entre los siglos  XIX   y   XX,   hijos   descarriados  de  la filosofía alemana de finales del XVIII y prestigiados por la burda comparación de su objetivo ideológico con la vicisitud real de las colonias contemporáneas en su lucha por la independencia, aparecieron en la escena histórica porque el parlamentarismo daba muestras de, frente al comunismo, ser incapaz de favorecer la sazón institucional de la libertad. A consecuencia de ello las masas creyeron encontrar su identidad política en el ímpetu telúrico que vislumbran tras el folclore, proyectado este hacia el destino espiritual de la raza-nación. La deconstrucción de la Política estaba de nuevo en marcha. El nazismo fue la culminación histórica del nacionalismo, por eso es desconcertante que hoy, en España, la izquierda haya accedido tan alegremente a tomar el relevo para portar esa bandera.   La causa nacional justifica con el mito de La Arcadia lo que el paradigma falsario presenta como dato histórico: la mentira. La mentira que, una vez asimilada por la mente, se cuela en todos los comportamientos. Por eso ellos pueden ser de izquierdas y nacionalistas, independentistas y miembros del Congreso de los Diputados, demócratas y representantes del Estado, o criticar el partidismo político presente en el Tribunal Constitucional ofreciendo como alternativa un tribunal partidocráticamente repartido, pero catalán. Y es que la mentira, la superstición y la ambición unidas generan aberraciones ejemplares. Es monstruoso que una persona inteligente y valiente se congratule de no querer -aunque se diga no poder- entenderse con otra del mismo ámbito cultural, sometida al mismo Estado y gobernada por la misma oligarquía. Pero así es; los nacionalistas sienten alivio en la confusión, pues sólo la confusión asemeja lo naturalmente desigual. Y, en política, desiguales son la causa de la libertad universal y la causa de la independencia particular. Los teólogos árabes igualaban la teología a la filosofía en virtud del concepto de “Verdad de doble nivel”: verdad de la fe y verdad de la razón. Hoy, la verdad de doble nivel ha sido transformada en los muy honorables “Opinión de doble nivel” y “Sentimiento de doble nivel”; opiniones y sentimientos de rango regional y de rango estatal, que los separatistas tanto precisan. Sería una verdadera contrariedad para un Robinsón Crusoe catalán y nacionalista que Viernes también lo fuera.   La mentira connatural a la ausencia de libertad, unida a la intuición de acierto y de éxito que proporciona el enardecimiento de las masas ha disparado la difusión de falsedades hasta hace muy poco tiempo imposibles de enunciar sin pudor. Es falso que Cataluña sea una nación oprimida por Castilla. El delirante razonamiento según el cual un madrileño o un extremeño no pueden negarse a ser españoles mientras que un donostiarra o un catalán sí, suele refugiarse en último término en la pretendida existencia de un devenir histórico o cultural incompleto de ciertas regiones. Pero si se apela consecuentemente a la realidad, esta es la que es y no la que gustaría, es decir, ni el País Vasco ni Cataluña han sido territorios en los que haya surgido un Estado propio. En lo que respecta a la tozuda Historia, poco importa si Castilla y Cataluña son naciones, si alguna vez lo fueron o si podrían serlo; lo cierto es que son parte integrante (cooperación histórica) de la nación que dio origen, soporta y se somete al Estado español. Es también falso que el nacionalismo sea independentista pues ninguno de los derechos que reclama para un territorio, pueblo o nación, sería tenido en cuenta en los subterritorios, subpoblaciones o subnaciones surgidos en su seno al calor de la lógica (sublógica) independentista. Y es, por último, falso, que el nacionalismo sea un comienzo de la libertad, pues este nunca puede asentarse en una exclusión; la exclusión de los iguales ante la opresión.   El nacionalista ibérico cree estar más cerca de su amo regional por razones históricas, geográficas y genéticas que, por razones políticas, del resto de ciudadanos del Estado al que pertenece a regañadientes. De manera que muy difícilmente será leal a la causa de la libertad; siempre se sentirá sucio colaborando con quienes no son catalanes si catalán, vascos si vasco, o vetustenses si Clarín. En el mejor de los casos colaborarán con quienes buscan la libertad hasta que se presente la oportunidad de pactar con cualesquier otros en nombre de la ventaja territorial, como hicieron en los setenta del siglo pasado. Hasta tal punto es así, que esta actitud oportunista se ha constituido en la idiosincrasia institucional de los partidos nacionalistas. Pero la consecuencia palpable de dar prioridad a la liberación de todo un pueblo sobre la liberación de cada uno de sus ciudadanos es la renuncia a traer la República y la democracia a Europa. Cuando se mantiene que una u otra región sería más fácilmente “democratizada” que todo el país sometido al Estado real, se está diciendo, además de que quien emite el mensaje y sus compadres son culturalmente más aptos para la libertad que el resto de los mortales, que se rechaza la revolución necesaria.   Lo social matiza lo común y lo nacional acota lo social. A su vez lo nacional se encuentra articulado en lo estatal y estetizado (convertido en valor) en lo patriótico. Pero ninguna patria sin libertad pasa de cárcel mental. Ni siquiera la literaria patria de las ideas. Nuestra, de quienes consideramos los hechos que no hemos elegido porque no se pueden elegir -como la nacionalidad- una circunstancia que hay que asumir a la hora de crear la parte de la vida en común sobre la que tenemos potestad, es la patria natural entendida como valor de la acción política real una vez aprehendidas en esta acción la libertad y la ausencia de destino. Suya, de quienes hacen de los hechos no dependientes de la voluntad materia del Derecho, es la patria ideológica -valor de la razón de Estado- surgida de una intuición de pureza que, a su vez, brota del sentimiento de asco-miedo, miedo a los otros, ya sean los españoles, los ricos o los judíos.   La interpretación que hacen los caudillos nacionalistas catalanes de la sentencia del Tribunal Constitucional expresa la necesidad que la oligocracia catalana tiene de un nuevo paradigma: el de que la Constitución impide el desarrollo político de Cataluña. No saben lo mucho que aciertan y lo poco capacitados que están, precisamente ellos, para resolver el problema.

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