Las hermosas palabras pronunciadas en Oviedo por la escritora norteamericana Susan Sontag, al recibir el Premio Príncipe de Asturias, traducen el sentir del espíritu de verdad que aún late, aplastado por el de propaganda, en los pocos intelectuales y artistas que, allí o aquí, no han vendido su alma a la gloria del Estado imperial o a la de sus filiales europeas, los Estados de partidos.

En la condena de la invasión de Iraq, Sontag expresó el sentimiento de la mitad de la población de su patria. Pero su esperanza de ver en Europa el contrapoder del Imperio, presupone una idea polémica que, además de no ser compartida por todos los intelectuales independientes (yo sí la comparto), rompe la visión tradicional de los escritores norteamericanos del siglo XX. Una visión compleja que, no obstante, refleja la evolución de una conciencia americana de superioridad vital, iniciada con la aventura imperial de McKinley–Roosevelt (1898), consagrada con el paternalismo de Wilson en Versalles (1918) y cristalizada con el imperialismo militar de la OTAN (1948), una organización carente de sentido desde la disolución del Pacto de Varsovia.

En los «Rencontres» de Ginebra (1957) se organizó un «Coloquio sobre Europa vista por los norteamericanos». Reducido a la visión de los más europeos de los escritores norteamericanos (H. James, T. S. Eliot, Henry Adams), no distinguió los cambios de opinión operados en las tres diferentes etapas de la presencia de EEUU en el mundo, ni los contrastes entre la mirada del Oeste (hacia Asia), la del Medio Oeste (hacia sí mismo) y la del bostoniano Este, única que ha buscado en Europa las huellas de sus ancestros y la adquisición de una conciencia espiritual. Aquel coloquio ignoró al filósofo español, catedrático de Harward, Jorge Santayana, a quien debemos la comprensión europea del pragmatismo americano.

El humanismo existencialista de la posguerra mundial parecía incapaz de sobrepasar la visión europeísta del trascendentalismo de Emerson, o la del indiano inmensamente rico que, antes del siglo XX, compraba castillos y blasones de las cunas que mecieron tantas disputas estériles y tan ruinosas rivalidades entre sus ennoblecidos antepasados. Menos mal que dos profesores estadounidenses constataron la realidad. Los norteamericanos, orgullosos de la superioridad práctica de su modo de vida, no contemplaban Europa como acción presente en el mundo. En 1957 era inimaginable que antes de medio siglo lo más selecto de la cultura estadounidense vería en Europa la única potencia capaz de frenar al impúdico imperialismo del Pentágono.

Las esperanzas de Sontag hacen temblar de miedo a los gobiernos que se apartaron de la tímida iniciativa de Francia, Alemania, Bélgica y Luxemburgo para dotar a Europa de una defensa militar propia. ¿Es posible que la potencia económica de la UE sea, por sí sola, un contrapoder que equilibre el peso abusivo de los EE UU en el mundo? ¿Tiene Europa prestigio bastante para evitar, por sí solo, las arriesgadas intervenciones del Pentágono en cualquier lugar del planeta? ¿Puede identificar su porvenir o vocación, en todo momento y circunstancia, con los designios del partido gobernante en Washington?

Como no distingue entre civilización y cultura, América no confía en Europa. No sabe que una misma cultura puede dar lugar a civilizaciones distintas. Y aunque la uniformidad del consumo nos americaniza, algo profundo nos sigue separando. Allí se considera que la acción, aun siendo errónea, vale más que la indecisión europea. Prefieren obrar y equivocarse. No por ingenuidad, como dice el tópico, sino por la costumbre adquirida en su civilización de «frontera». La que primero dispara y luego pregunta. Y les parecemos mal pensados porque vemos mentiras y no errores de buena fe en la causa nefasta de sus impremeditadas acciones militares. Bahía de Cochinos, Vietnam, Etiopía, Afganistán, Iraq.

*Publicado en el diario La Razón el jueves 30 de octubre de 2003.

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