Carretera al infierno (foto: Tomás Rotger) El infierno Eduardo Elgar se acerca y tiende la mano*. Sonríe muy levemente bajo el mostacho y, sintiendo mis dudas, dice con una seguridad que hace pusilánime la esperanza: Libré a un imperio de la decrepitud, podré librarte a ti del infierno.   El infierno era un exoficial alemán hablando de la parte trasera del campo de Treblinka. El exterminio de seres humanos era tan eficiente que los cadáveres se apilaban en un muro de decenas de metros, días y más días. Bajo el amasijo de carne se formó una cloaca natural que recogía los líquidos de la putrefacción y discurría negro y ocre hasta perderse en el vallado. Los judíos de trabajo preferían la muerte a ocuparse de aquello. Un SS se remanga la camisa y hace de tripas corazón… la camisa es muy blanca. El infierno era una mujer joven cubierta por una sábana. Se conoce su edad por la curva en la porción de tela que ciñe la cabeza, pizpireta. Quizá lloraba, pero yo no la oía. Entonces quienes la sujetan se apartan, alguien grita, pero no se oye, y una piedra polvorienta, irregular, se estrella contra el cuerpo arrodillado. La mancha roja que deja el impacto empieza a teñir la sábana como un moho despavorido y se adivina en la humedad caliente un gran dolor o un gran alivio. La sábana es muy blanca, tanto que no se puede seguir mirando. En el infierno no se puede seguir mirando.   Cambio de canal una y otra vez. En todos aparecen billetes cayendo sobre cestos, palabras que empiezan con a, señoras de escote senil que quizá gritan que ya no hay tiempo, hay que llamar, el bote es mayor que nunca. Pero no se oye. En el infierno, el bote es mayor que nunca y no se puede saber de cuánto hablamos. Quiero pensar que este infierno es más soportable que una cloaca de dientes o que un adulterio adolescente abierto hasta el hueso. Pero es el mío. Y el infierno es de las cosas que sólo se dejan apreciar si son propias; un infierno de otros no sirve para escarmentar. Vuelvo a casa y no he visto que vivir una servidumbre continua produzca el menor desasosiego, no existe la angustia de no haber sido libre un solo día en la vida. No hay dudas, todo es blanco, como la risa bruta de las azafatas que enseñan billetes en el infierno.   Pero el Nimrod de Elgar termina y el silencio continúa con la música. La persiana medio cerrada deja entrar el día filtrado, un día nuevo. Llega un día virgen y nadie… nadie sabe lo difícil que ha sido esta vez.

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